Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer con «La Biblioteca Infinita» / Jordi Mitjà con «Sucede cada día». Fabra i Coats: Centre d’Art Contemporani de Barcelona

 

Poco antes de tener que vivir encerrados por cuestiones ajenas a nuestra voluntad, la fortuna hizo que me hallara, casi por azar, cerca de Fabra i Coats: Centre d’Art Contemporani i Fàbrica de Creació, en Barcelona. Había ido a comprar pan en el horno de mi amigo el panadero Daniel Jordà y como estaba por la zona me dije:

– «¿qué tal si te acercas a Fabra i Coats?». Y me hice caso.

Hasta que Joana Hurtado no fue nombrada directora de este equipamiento de titularidad municipal, el concepto que defendía en tanto que Centro de Arte me parecía, directamente, una auténtica falacia. Sin una clara dirección de contenidos, pensada y defendida por alguien capacitado y en base a un relato que, mejor que peor, apuntara hacia alguno de los debates que dinamizan la escena artística glocal, se me hacía imposible pensar que lo que pasaba allí sirviera para algo. No quiere decir que me pareciera una bazofia sino que, sin un rumbo fijo y de contrastada solvencia, consideraba que cualquier esfuerzo que se hacía si no era, propiamente, una pérdida de tiempo sólo se podía justificar en la medida en que cumplía una función muy precisa: mantener viva la llamita de alguna actividad para evitar, de este modo, tener que certificar su defunción. Una siniestra actividad que, en nuestro país, somos muy dados a practicar. Como también lamentar que no haya Dios que lo levante.

En el ámbito de la cultura sabemos muy bien de qué va la cosa.

Pues bien, limpio de polvo y paja en lo que a pensamientos negativos se refiere, entré en el Centre d’Art Contemporani de Barcelona, con el ánimo de ver la primera piedra del proyecto ideado por Joana Hurtado para el futuro de este centro. Su primer futuro. Y debo decir que, tras una fantástica y fructífera visita, salí con la sensación de haber pasado, con creces, mi particular prueba del algodón, es decir, haber visto entre sus paredes lo que me hubiera encantado ver en cualquier ciudad del mundo donde hubiera recalado por razones de diversa índole.

Pero vayamos por partes.

Tras la convocatoria de concurso público para la dirección de Fabra i Coats: Centre d’Art Contemporani de Barcelona i Fàbrica de Creació, anunciada antes de que muriéramos y que ganó merecidamente la historiadora del arte, comisaria y crítica de arte y cine Joana Hurtado, sólo han sido necesarios nueve meses para que la primera directora tomara las riendas de este equipamiento y, lo más interesante para nuestro ámbito artístico, pusiera en marcha la programación del Centre d’Art Contemporani.

Con la idea de «ensayar nuevas y distintas maneras de hacer y experimentar las artes para ensayar nuevas y diversas formas de hacer y ser (de la) institución» (nota de prensa dixit), Hurtado ha hecho saber que las tres líneas generales que atravesarán su programación y la acción en el territorio son las siguientes: defender la complejidad e incentivar el debate crítico; conectar la creación local y la internacional; y priorizar el proceso y la experimentación frente al imperativo del resultado.

En relación a lo que piensa hacer con el centro de arte, Hurtado ha comentado que, como la cosa viene de lejos -yo, personalmente, intentaré no hablar demasiado sobre la cerdada que supuso el tema Canódromo, tanto desde la Generalitat como del Ajuntament de Barcelona- no es momento de mirar hacia atrás ni hacia adelante sino de hablar, siempre en presente, de cambios, dinámicas y prácticas, de investigación y de descubrimientos. Unas bellas palabras que, para entender con exactitud, habrá que ver cómo se concreta y consolida mediante hechos. Lo único que, en verdad, a todos nos debería importar.

Las dos primeras exposiciones inauguradas en este centro el pasado mes de febrero con el sentido y coherencia discursiva que desea imprimir Hurtado, son dos propuestas que, ya de entrada, responden a la perfección a aquel aporte local e internacional del que hablábamos hace unas líneas.

Por la parte local la propuesta de Hurtado se centra en explorar a fondo la producción de Jordi Mitjà (Figueres, 1970). Una elección que si responde, por una parte, a su contrastado interés en la obra de este artista alto ampurdanés, también contiene no pocas ganas de hacer tabula rasa con la desgraciada trayectoria del Centre d’Art Contemporani de Barcelona, desde tiempo inmemorial. Como sabrán ustedes (esto va para quienes no son de Barcelona o no están al corriente), Mitjà fue uno de los artistas que participó en la exposición colectiva titulada 00:00:00, (2010), una exposición muy rara y de complicada digestión con la que Pilar Parcerisas, mediando desde el Conca, se erigió en la primera comisaria de El Canòdrom, aquel proyecto de centro de arte que, tras el cruel desmantelamiento del Centre d’Art Santa Mònica por parte de las instituciones públicas del país y la ciudad, debía ser el futuro Centre d’Art Contemporani de Barcelona. Como antes ya he dicho que no hablaría demasiado de todo ello, permítanme que concluya manifestando lo que, para mí, representó aquel suceso: una de las historias más negras, cutres, impropias e indignas de lo que, tanto institucional como civilmente, podría haber esperado de nuestro entorno artístico tan rural.

La obra que presentó Jordi Mitjà consistía en un enorme globo en forma de piedra -en alusión a esa primera piedra que inaugura un nuevo edificio- volando por encima de la grada del (ex) canódromo de Barcelona, un magnífico edificio racionalista construido por Antonio Bonet Castellana entre 1961 y 1964. Resulta curioso saber que lo único que se salvó de aquel fiasco de exposición fue, justamente, La dispersió de la primera pedra (2010), es decir, la piedra/globo de Jordi Mitjà. Y para recordar el papel de testigo que, para bien o para mal, ostentaba desde entonces, esta misma piedra es la que ahora se puede ver gravitando en el interior de un espacio precioso del tercer piso del Centre d’Art Contemporani de Barcelona. Una obra que aunque sólo pueda verse desde la puerta, ofrece una imagen impactante y muy bella.

   

Y ahora sí que sí cumpliendo, definitivamente, su legítima función: ser una primera piedra.

En una entrevista que le hace Vicenç Altaió en el Temps de les Arts -y que recomiendo que lean porque está muy bien- Mitjà confiesa que su exposición, titulada Sucede cada día, «no es una exposición, sino más bien una disposición. No es una retrospectiva sino una exposición nueva hecha con obras reubicadas. No es una exposición cronológica, pero empieza donde empecé». En base a este credo, tan en sintonía con la ironía, el humor y el juego de palabras de espíritu surrealista que tanto practica este artista catalán, Mitjà despliega en las dos primeras plantas del Centre d’Art Contemporani de Barcelona la práctica totalidad de su obra, creando una suerte de vínculos invisibles reveladores de lo que, según se mire, podría ser su producción: un repositorio de experiencias vitales siguiendo un orden no cronológico y enarbolando la voz de la intemporalidad desde 1991. Y no sin una cierta razón: si su piedra/globo del tercer piso no hubiera sido visto durante aquel fatídico momento, no me cabe la menor duda de que, en la actualidad, podría ser considerada por lo que (también) es: una brillante y magnífica metáfora.

Con el fin de equilibrar la balanza y complementar la propuesta de Mitjà con el acento internacional que fija Hurtado en su hoja de ruta, en la segunda y tercera planta del Centre d’Art Contemporani de Barcelona se puede ver una exposición tan bella como simple y extraordinaria. Se trata de La Biblioteca infinita, una colaboración en proceso impulsada por los artistas Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer que, a la que se repara detalladamente en qué consiste, se nos mete en el bolsillo en menos de que canta un gallo.

Puesto que no conozco bien lo que ambos artistas hacen por separado y me temo que, de embarrarme, no podría escribir como más me gusta -es decir, esculpiendo con palabras lo que nunca sé que ando buscando- no voy a hablar demasiado de la obra en solitario de Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer.

Pero algo debo decir.

Haris Epaminonda es una artista nacida en Nicosia (Chipre) en 1980 cuya carrera ha sido fulgurante desde que abandonara su país natal con el fin de ampliar estudios en el Royal College de Londres y, posteriormente, hacer una residencia en la Kunstlerhaus Bethanien de Berlin, ciudad donde vive y trabaja. Leí que fue por azar que, a su regreso a Nicosia después de graduarse en Londres en 2003, quedó fascinada por unas revistas francesas de los años 50 que encontró en una tienda de segunda mano. Este hecho, quizás irrelevante para muchos de nosotros, fue el inicio de una serie de collages en blanco y negro que, al año siguiente de comenzar, se verían enriquecidos por el uso del color a través de fotografías o papeles mezclados sugerentemente con las imágenes que recortaba. Este modo de entender el acto creativo como la concepción de cuerpos de pensamiento partiendo de fragmentos de realidades existentes es una lectura de capital importancia para entender la evolución de su trabajo hasta lo que es en la actualidad: escenarios irreales surgidos de la combinación de elementos encontrados y/o creados en base a su acreditada fascinación por el mundo de los sueños, los estados en suspensión y la memoria perdida. Se trata de una obra que, dotando de un cierto halo de seducción, la imagen de un sueño gélido, aséptico, lejano y con las dosis justas de folclore arqueológico, podría formar parte de lo que se conoce como arte de estilo internacional, es decir, un coctel de convencionalismos estilístico-conceptuales dotado de la singularidad que se requiere para distanciarse de lo que, simultáneamente, vienen realizando unos cuantos los artistas desde cualquier lugar del mundo. De ahí lo de internacional. No sé si será por el impacto que recibí de lo que me despertaron sus primeros collages y videos -y que pude conocer en directo cuando, junto a Mustafa Hulusi, Epaminonda representó a su país en el Pabellón de Chipre de la 52 edición de la Bienal de Venecia, en 2007- pero lo cierto es que su obra reciente no consigue superar el aprendizaje que recibí en aquel momento.

Daniel Gustav Cramer es un artista nacido en Neuss (Alemania) en 1975, formado en el Royal College of Art de Londres y que vive y trabaja en Berlín, como la artista chipriota. De Cramer no sabía absolutamente nada hasta que, buscando por internet, he visto que es un artista que, al tiempo que construye escenarios imaginarios e imaginativos valiéndose, como Epaminonda, de la fotografía, la escultura, la instalación, el collage y el cine, es conocido principalmente por una serie de publicaciones realmente extraordinarias. Partiendo generalmente de una historia o imagen que, a muchos de nosotros, posiblemente no nos diría nada, las publicaciones que viene realizando Cramer desde principios del año 2000 se caracterizan por evolucionar, de manera casi imperceptible, a través del relato que emana de los intersticios visuales de sus historias y la capacidad de estimular la imaginación del espectador desde el universo de lo laberíntico, lo nebuloso y una poética visual y conceptual de enorme magnetismo e inapelable efectividad. Todas las publicaciones de Cramer son distintas y nunca describen una sola dirección. Y ello es debido a que su interés como artista radica no tanto en contar algo concreto si no en evidenciar la compleja interrelación que existe entre la abstracción y la intimidad. Quizás el lugar más difícil de explicar con palabras.

Una vez esbozados los perfiles de ambos artistas me voy a centrar en la producción que vienen realizando como pareja artística desde hace el año 2007.

Bajo un título tan borgiano como La Biblioteca Infinita Haris Epaminonda y Daniel Gustav Cramer iniciaron hace 13 años un proyecto de colaboración con el ánimo de aunar las investigaciones artísticas que llevaban a cabo tras su encuentro, en 2003, en el Royal College of Art de Londres. La intención de la pareja al iniciar esta singladura tan peculiar era desarrollar una nueva línea de investigación centrada en exprimir las (infinitas) posibilidades de la narración visual y, con ayuda de sus manos, dotar de un contenido inesperado un fascinante cuerpo de trabajo partiendo del fragmento, el recorte, la imagen y la singularidad de los relatos narrados desde el interior de lo que, a simple vista, identificamos como un libro. Configurando sus preciados volúmenes a base de desmantelar, modificar y reestructurar las publicaciones de las que se valen en base a criterios empíricos, poéticos o casuales, cada uno de los libros de su colección de colecciones es una excusa para brindar al espectador la posibilidad de entender la realidad en función de la riqueza de sus opciones alternativas. Es decir, no como lo que parece.

Partiendo de publicaciones aparecidas en todo el mundo -desde China a Nueva Zelanda, pasando por Londres, Lisboa, Viena, Mónaco, Barcelona, etc.- entre 1882 y 1988, los volúmenes de la biblioteca infinita de Epaminonda y Cramer, toda vez que son únicos en su especificidad sirven para cuestionar, en su conjunto, conceptos inmortales como «la autenticidad y la autoría poniendo al descubierto reflexiones en torno al estatus de las imágenes, su producción, su reproducción y circulación y, sobre todo, su capacidad (una vez más, infinita) de captar y transmitir imaginación y significados».

Dispuestos en vitrinas de igual medida y factura que describen, en el espacio, una suerte de uniformidad aséptica y distante, los cerca de cien libros que configuran su biblioteca se muestran abiertos al espectador por donde los artistas consideran más oportuno. Enseñando de este modo y sin poder tocar lo que más de uno desearía escudriñar a fondo, el espectador es invitado a limitar sus movimientos al tránsito pausado entre vitrinas y más vitrinas. Unas frías cámaras de conservación cuasi forense diseñadas para preservar los recuerdos, ideas y reflexiones de una supuesta comunidad literaria. Una comunidad que, según manifiesta Hurtado, tendría cierta resonancia de la Comunidad inconfesable de Maurice Blanchot.

Para complementar estos volúmenes en forma de una pista de la que tirar del hilo, se muestran en las paredes de la sala de exposición tres índices blancos que resumen lo que se ve en el espacio (#X Colección de índices de varios libros) y un calendario resumiendo en blanco el periodo de la exposición (The Infinite Library / Calendar. 15 February 2020 to 24 May 2020). En consecuencia, lejos de ofrecer claves o dirigir nuestra mirada hacia temas relevantes, la propuesta que emana de esta biblioteca consiste en conminar imaginar a partir de las historias que vemos o intuimos.

Si es la distancia visual y táctil lo que determina el modo en que el espectador entra en contacto con los libros de la biblioteca infinita, la obra que aguarda en la tercera planta coloca al espectador en el centro de la acción. De lleno.

Presidido por una mesa enorme y una serie de objetos (los imprescindibles) recreando una suerte de escenario más o menos acogedor, la obra Certificate (1), 2020 consiste en una performance participativa ideada para que el espectador se constituya en el protagonista de un libro. Pero no un libro cualquiera. Se trata de un libro blanco de grandes dimensiones (quizá el más grande que pude ver entre todos) que cuando haya sido firmado por quienes accedan a hacerlo se va a cerrar definitivamente y nunca más se podrá abrir. En consecuencia, los únicos que van a saber qué contiene aquel libro y la historia que se resume en una de sus páginas serán quienes la hayan firmado y, importante, lo puedan justificar con el certificado que emite quien explica de qué la acción y pregunta si quieres firmar. Si se dice que sí -cosa que yo no dudé ni un segundo- se firma con una pluma preparada para tal fin y después de que el mediador absorba la tinta con papel secante, te entrega el certificado debidamente sellado. En este documento, que yo preservo como oro en paño, figura el nombre de quien firma, el número de página donde lo ha hecho (una firma por página) y la firma del mediador que valida la acción. Una vez firmado y sin más que hacer, se abandona la sala envuelto de un silencio absoluto. Estremecedor.

Lo que más me entusiasmó de lo que acabo de contar es que sin esperar ni sospechar nada, pude viajar por dos mundos sin moverme del mismo edificio. Y si uno me relató lo que pasa por la cabeza de quien lo había concebido el otro me permitió, además, saber algo acerca quién somos, saber algo acerca de quién soy.

Y cuando esto sucede, no sé cómo explicarlo.

 

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Laura Martínez de Guereñu «Re-enactment: la obra de Lilly Reich ocupa el Pabellón de Barcelona». Pavelló Mies van der Rohe, Barcelona

Había leido un artículo que cargaba mucho las tintas en lo justiciero que había sido el tiempo al poner a Lilly Reich en el lugar que le correspondía. ¡Ya era hora!, venía a decir. Era un artículo de tono duro. De esos que te hacen sentir culpable por no haber tenido acceso a la información que hubiera sido necesaria para evitar que Reich hubiera sido invisible durante tantos años. Uno de esos artículos que acaba por sentenciar que, gracias a él -es decir, al artículo o quien lo escribe- la historia, por fin, ya ha puesto las cosas en su sitio.

Lo confieso: aquel artículo me dejó un cierto gusto amargo. Y es que si es verdad que son más las mujeres que los hombres quienes han sido invisibilizadas por la perversidad de los discursos histórico-hegemónicos, creo que es tarea de todos nosotros -es decir, de las generaciones futuras- hacer lo posible por enmendar la plana e intentar poner las cosas en el lugar que les corresponde. Eso sí, sin acritud y con buenos argumentos. ¿Quién nos dice que no seremos nosotros quienes, en el futuro, habremos silenciado la labor de alguna mujer u hombre que, con el tiempo, resultará que ha sido brillante, remarcable, necesaria y justa?.

Recuerdo que para uno de esos trabajos que se hacen durante la carrera, se me ocurrió llevar a cabo una investigación en torno a la reconstrucción del Pabellón de Alemania, construido en Barcelona en ocasión de la Exposición Internacional de 1929. Puesto que el interés de dicho estudio, para mi profesor, no era tanto el tema que escogiéramos como la visión que se daba desde la prensa escrita, el hecho de escoger aquel Pabellón venía motivada por el impacto que supuso, para mí, la reconstrucción de un edificio (?) cuya belleza, por las fotos que había visto, jamás soñé que pudiera ver en directo. La belleza de este pabellón, 34 años después de aquella investigación, no sólo me sigue abrumando sino que me sigue maravillando al ver que, pese a los avances que ha experimentado y experimenta la arquitectura -aquella a la que tengo acceso, considerando que no es mi tema de interés principal- mantiene intacta esa suerte de perfección y exquisitez atemporal qué sólo el paso del tiempo otorga a las obras maestras.

Y el Pabellón de Alemania, para mí, es una de ellas.

Puesto que de lo que se trataba era de indagar en la prensa escrita artículos que abordaran el tema que hubiéramos escogido, pasé unos meses recluido en la hemeroteca, el lugar que tantas historias como periódicos se archivan. Y puestos a escoger una fecha para el inicio de mi investigación me incliné por el año 1980, momento en el que, desde el ayuntamiento de Barcelona, Oriol Bohigas lanza la idea de reconstruir el edificio en su emplazamiento original. Si ahora no nos vamos a entretener en cómo se desarrollaron los trabajos de reconstrucción, los problemas que acarreó, los logros que alcanzó o la repercusión que tuvo aquella «gran idea» en su devenir hacia una magnífica realidad, me limitaré a decir que las obras de reconstrucción comenzaron en 1983, se dieron por finalizadas en 1986 y fueron dirigidas por los arquitectos Ignasi de Solà-Morales, Cristian Cirici y Fernando Ramos.

A lo largo de las lecturas que iba haciendo y del interés que me despertaban, recuerdo haberme sorprendido por la importancia que se le daba a los materiales, algo que, debido a mi ignorancia arquitectónica, no acababa de entender. Al cabo de poco tiempo y metido más de lleno en aquella empresa tan fascinante pude saber que, junto a las cualidades etéreas del pabellón, lo que hacía que realmente fuera singular era, justamente, los materiales que se habían utilizado: «grandes superficies de vidrio, acero de alto contenido en cromo, hormigón armado, piedra y cuatro tipos diferentes de mármol, el travertino romano, el mármol verde de los Alpes, el mármol verde antiguo de Grecia y el ónice doré del Atlas en África, todos ellos con las mismas características y procedencia que los utilizados originalmente por Mies en 1929» (wikiarquitectura dixit). Y ahora la pregunta del millón: ¿de todos ellos, qué material creéis que es el que eclipsó realmente mi atención?. Pues sí, el mismo que a media humanidad de aquella época: «la impresionante pieza de ónice dorado colocada en el espacio principal que encareció notablemente la construcción y se convirtió en el foco de atención para el visitante, no sólo por sus dimensiones y grosor, sino también por su colorido y dibujo». No sé a vosotros, pero a mí, el nombre de aquellos materiales me remitía irremediablemente al enigma de las esencias que configuran los grandes perfumes.

Terminé mi investigación universitaria con gran pena de mi corazón. De tan rápido que leí, digerí y clasifiqué los artículos que articularían mi relato creo que, de no haber parado a tiempo, hubiera terminado yo mismo escribiendo los artículos en tiempo real. Hagan cuentas: si la reconstrucción terminó en 1986, yo estaba haciendo mi trabajo en 1987…

En aquel artículo que leí y que mencionaba al inicio de este texto aparecía el nombre de una mujer de la que nunca antes había oído hablar. Un hecho que, si en circunstancias normales, sería comprensible en la medida en que no es posible que lo sepamos todo, la cosa adquiere especial relevancia cuando resulta que quien lo dice soy yo, es decir, quien creyó haber leído todas las noticias publicadas en prensa en relación a la reconstrucción del pabellón Mies. De lo que se deduce que, o bien me olvidé de leer el artículo donde sí se mencionaba aquel nombre o bien no aparecía en ninguno de los periódicos que leí o bien no se le daba la importancia que ha tenido desde siempre y que, tres décadas después, ha sido otra mujer quien me lo ha hecho saber.

El nombre de la primera es Lilly Reich (Berlín, 1885 – 1947) y el de la segunda Laura Martínez de Guereñu (Gipuzkoa, 1973).

Aunque ahora no me voy a extender en la biografía de Lilly Reich -poniendo su nombre en google se puede saber de inmediato de quien se trata y qué representó- sí diré que fue una mujer de brillantes ideas que se introdujo en el campo de la arquitectura después de haber estudiado diseño e industrias textiles en Alemania. Convertida, poco a poco, en pieza fundamental del entramado de arquitectos, diseñadores y artistas que dinamizarían la vida social y cultural de Viena y Berlín durante las primeras vanguardias artísticas, entre 1925 y 1938 Reich colabora estrechamente con Mies van der Rohe en la realización de diferentes proyectos. Entre ellos, la dirección artística de la sección alemana de la Exposición Internacional de Barcelona, compartiendo el mismo cargo que ostentaba Mies van der Rohe. Lo que viene a decir que Reich fue coautora, junto al arquitecto, de la concepción y ejecución del Pabellón Alemán de Barcelona en 1929.

Puesto que cuando se habla de este pabellón su doble autoría suele quedar ostensiblemente borrosa, la Fundació Mies van der Rohe anunció en 2018 la intención de convocar una beca con la intención de reivindicar la igualdad en la arquitectura promoviendo investigaciones de autores que hubieran sido discriminados por razón de género, raza, condición o cualquier razón injusta. Una iniciativa que, personalmente, considero loable. En el anuncio de esta decisión, que llevaría por nombre «Beca Lilly Reich», también se hizo público que la primera de estas becas se concedería a un investigador para que profundizara en la vida y obra de la arquitecta alemana.

El año pasado, en ocasión del 90 aniversario de la construcción de este pabellón que, según se desprende del proyecto original de Mies y Reich, no era más que un espacio vacío, de recepción o antesala a los ocho palacios diseñados por Reich para mostrar los productos de, al menos, 300 empresas alemanas, la Fundación concibió un programa de intervenciones e instalaciones artísticas para reivindicar puntualmente la vigencia del legado de este monumento.

Si de las intervenciones que se han hecho hasta ahora no me había enterado de ninguna por razones muy variadas, la fortuna quiso que, en mi camino hacia la rueda de prensa de la exposición de Oriol Vilapuig en el MNAC -y que explico en mi post anterior– hiciera un alto en el pabellón por una razón absolutamente azarosa: una foto que, pocos días antes, había visto publicada en el muro de facebook de un amigo mío. Otro boomer, como yo. Aunque la fotografía no era demasiado nítida y parecía tomada con uno de esos teléfonos que ni buscando con lupa encuentras en el mercado, pude distinguir lo que, de inmediato, reclamó mi atención: faltaba una pared. Ni que decir tiene que al reparar en ello me dijera a mi mismo: «¡debes ir a verlo inmediatamente!».

Y allí que me planté.

No sabía de qué trataba ni a qué respondía aquella intervención titulada Re-enactment: la obra de Lilly Reich ocupa el Pabellón de Barcelona cuya exposición se prolongaba entre el 6 de marzo y el 22 del mismo mes. Sí, lo han entendido bien: 16 días! (¿hola?). Había leído algo en algún lugar pero no le había prestado demasiada atención. Sin embargo, fue ver una sola imagen para que el interés se apoderara de mi.

Y fue entrar en el Pabellón y no dar crédito a lo que veía: se había extraído enteramente una doble pared de cristal de color blanco por la que la luz, matizada, solía penetrar en el pabellón. Una suerte de lucernario invisible, sutil, exquisito y tan modernamente radical como el resto del pabellón. Una simple doble pared que, al compararla con sus hermanas de materiales tan exóticos como evocadores, no sólo resultaba absolutamente invisible sino que directamente no se veía. Frente a ello ¿cómo conseguir que esta injusta invisibilidad recuperase la importancia que, sin duda, había tenido para sus creadores?. Pues de la manera más simple y valiente posible: eliminándola. Una jugada doblemente maestra -brillante, diría yo- si se tiene en cuenta que, en su lugar, se decidió ubicar una vitrina horizontal construida siguiendo las indicaciones de Lilly Reich para la arquitectura y diseño de los distintos elementos de las secciones alemanas de la exposición internacional. Si para visibilizar esa pared invisible bastó con eliminarla por entero, para dar luz a la labor de Lilly Reich no había mejor lugar que aquel lucernario, el lugar por el que entraba la luz. Una suerte de estremecedora y emotiva metáfora que, en conexión directa con el credo del menos es más, transformaba en extremadamente bello lo que había sido una investigación documental.

Además de esta vitrina que, de forma expandida, mostraba planos, fotografías, marcas, patentes de invención y documentos relacionados con la encomiable labor de Lily Reich, la propuesta de Martínez de Guereñu incluía otra vitrina vertical mostrando la herencia inmaterial del trabajo realizado en Barcelona a través de dos películas. Una vitrina cuya situación en el espacio ofrecía, para colmo de la exquisitez, puntos de vista coincidentes con la imagen en movimiento de las dos filmaciones. Es decir, el súmmum de la sofisticación.

Extasiado frente a aquella maravilla que no son pocos los artistas que hubieran firmado sin problema, tuve la suerte de departir brevemente con quien articuló semejante joya: Laura Martínez de Guereñu, una arquitecta vasca, historiadora y crítica de la arquitectura especializada en Europa y su relación con el mundo transatlántico durante los siglos XIX y XX. En el transcurso de la conversación que mantuve con ella y que, confieso, seguí con fascinación al tiempo que mis ojos no dejaban de mirar lo que no existía pero que se estaba haciendo visible, Martínez de Guereñu me contó cómo había llegado hasta allí, en qué había consistido su investigación, lo afortunada que había sido de haber planteado y asumido aquel reto, el resultado que había obtenido pese al riesgo que suponía y, sobre todo, la posibilidad de haber trabajado con documentos de gran valor histórico y arquitectónico para permitir que la voz de Lilly Reich emergiera del silencio que la acallaba.

Justo la voz que llegó a mis oídos. A través de una imagen.

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Oriol Vilapuig. «Son. Huellas y figuraciones en las Valls d’Àneu». Museu Nacional d’Art de Catalunya, Barcelona.

Cuando el destino quiso, hace unos años, que durmiera durante dos noches en el Refugi del Pla de la Font -un refugio de alta montaña cuyas impresionantes vistas, por encima de Espot y cerca del Parc Nacional d’Aigüestortes i Estany de Sant Maurici, jamás olvidaré- poco podía imaginar que del alma de aquel territorio tan inmenso, rústico, indomable, abrupto y, pese a todo, cercano, iba a emerger el proyecto que, desde el pasado 12 de marzo y hasta el 27 de septiembre de 2020, dialoga de tú a tú con la Colección de Arte Románico del Museu Nacional d’Art de Catalunya, en Barcelona.

Me comentó, durante un viaje de regreso en coche desde Olot, lo importante que era, para él, el lugar, el sitio. De ahí que decidiera titular Son su intervención en el MNAC, el nombre de un pequeño pueblo  ubicado en el término municipal de l’Alt Àneu, en la comarca catalana del Pallars Sobirà, a 1.387,8 m. de altitud.  O sea, en plena montaña. Me dijo Oriol Vilapuig que aquel era el pueblo donde se recluía para caminar el territorio, escuchar el ambiente, oler el viento y hacer del tacto los ojos que miran. Y que lo que un día empezó por mirar, a través de una técnica tan simple como el frottage, lo que había grabado en la superficie de una pica granítica de aceite, se fue convirtiendo, poco a poco, en la llave que le abriría las puertas a otro modo de aprehender el espacio, otra manera de vivir la naturaleza, otra forma de entender la cultura, en suma, a otro prisma desde el que observar(se) a sí mismo.

La propuesta concebida por Oriol Vilapuig para el MNAC consiste en cuestionar, desde la contemporaneidad, la hegemonía de un relato del pasado. Algo muy en la línea de la voluntad del Museu Nacional de seguir colaborando con artistas para ofrecer miradas imaginativas a partir de sus colecciones históricas pero que, en el caso de la propuesta de Vilapuig, no sólo se centra en proponer «otra mirada» sino también en articular un estimulante modelo de convivencia artística en base a los tres canales de difusión por los que transcurre su proyecto. A saber:

– ochenta papeles de distintos tamaños cubriendo las paredes interiores de un habitáculo blanco de cincuenta metros cuadrados construido ex-profeso en las salas de arte románico del MNAC

– un montaje audiovisual compuesto de imágenes procedentes no sólo del archivo personal y bibliográfico del artista sino también de otras publicaciones y archivos históricos, comarcales y personales

– y una maravilla de libro de artista que, apartándose del concepto de catálogo al uso, se propone «prolongar los ritmos de la intervención museográfica a través del medio bibliográfico».

Junto a estos tres frentes magníficamente hilvanados para escribir, entre todos, otro de los ensayos visuales a los que, este artista, nos tiene acostumbrados cada vez que expone su obra, diría que hay uno más y que es el que se desprende del montaje de la exposición en sala: la elocuencia del diálogo que su habitáculo, colmado de frottages en su interior, mantiene con la escenografía que alberga los murales del románico catalán, un periodo sorprendente de nuestra historia y frente al que Oriol no sólo no se amilana sino que impele a interpretar desde una perspectiva transversal, indirecta, heterodoxa, intelectual, imprevisible y, por lo tanto, sugerente.

Bajo el título general de Huellas se agrupan los frottages y dibujos que, desde el año 2003, viene realizando Vilapuig sobre varios tipos de papel y materiales tan distintos como el óleo en barra, el grafito, la tinta y el pastel. Se trata de una obra en blanco y negro que, al tiempo que visibiliza lo que un relieve no permite ver, hace del tacto del artista el sentido del que se vale para mirar, atentamente, lo que el ojo no ve. ¿Cómo?. Acariciando con sus dedos la superficie pétrea de las pilas de agua y aceite que encuentra diseminadas por las ermitas de las Valls d’Àneu pero también las formas de la naturaleza que existen entre ellas, las huellas de animales sobre la tierra, los suelos de guijarro de las iglesias, la madera de sus puertas, la forma de una tormenta y hasta el reflejo de un rayo. Es decir, el alma de un contexto durmiendo tras lo que se ve pero que raras veces se mira.

Cuando al principio de este texto nos hemos referido a la importancia que le da el artista al lugar -como concepto pero también como espacio físico- es porque el lugar es quien decide las imágenes que genera. De modo que la labor de Vilapuig, en esta intervención que subtitula Huellas y figuraciones en las Valls d’Àneu, se me antoja que ha sido la de transmitir -sacando a la luz lo que el lugar le decía, haciendo visible lo que el lugar retenía- pero también la de permitir que la montaña se acercara al lugar donde yacen las imágenes que, en su día, (también) emergieron de ella. O, dicho de otro modo, exponer en las salas del románico catalán las imágenes obtenidas del mismo contexto que las vio nacer.

Para recontextualizar, con su mirada, un período del pasado.

Esferas -«término que rechaza las nociones de progreso y retroceso, de superioridad e inferioridad, de vanguardia y retaguardia», según dice el propio artista- es el título bajo el que se agrupa una ingente colección de imágenes procedentes de publicaciones, archivos y películas que, a la manera de un brainstorming videográfico, ha sido creada por Vilapuig para sondear «las capacidades comunicativas de lo invisible» o aquellas formas de narración indirecta basadas en la asociación de imágenes, el equilibrio entre ellas, la aportación de lecturas por vía del contraste o, para resumir, invitar al espectador a pasear por la mente del artista a través de imágenes que le llegaron al alma por razones de un peso suficientemente importantes como para entrar a formar parte de la colección que ahora comparte.  Si cada una de estas imágenes, ya de por sí, sugiere un mundo de evocaciones, pensamientos, sugerencias y sentimientos, la combinación aparentemente aleatoria de todas ellas permite percibir que, por detrás de su contingencia, transcurre un sendero atemporal trazado por los pasos del propio artista en esa búsqueda permanente, inherente a todo acto creativo. Como el fluir de unas ideas.

La tercera pieza del proyecto, titulada Un atlas visual, viene a ser como el sendero al que nos hemos referido pero en versión publicación. Lo que implica una perspectiva distinta, no sólo de lectura sino también en el modo de aprehenderla. A diferencia de la proyección audiovisual, en la que las imágenes pasan una tras otra creando una suerte de ruta secreta descubriéndose ante el espectador, el acto de pasar páginas con nuestras manos permite entender la «constelación de imágenes heterogéneas» del volumen como la prolongación del discurso del artista en el punto donde se diluye con el imaginario del lector. Como si los vínculos que se producen entre los elementos del imaginario del artista se fundieran con los que constituyen el imaginario del otro. Es decir, del lector. Una experiencia que, a diferencia de las dos anteriores, no es necesario estar en el Museo para poder vivirla. Basta con tener el volumen. Entre las manos.

Tras su exposición en la Fundació Suñol en 2017 -titulada la Noche sexual, en alusión directa al libro homónimo de Pascal Quignard y realizada, explícitamente, bajo el influjo de Passolini, Bataille y Klossovski- y la que recientemente se ha clausurado en Halfhouse -titulada Continuen tremolant , una suerte de gabinete visual (o «un continuum icónico» como dice EB en el texto de la exposición) creado a partir del archivo de imágenes que forraría el cerebro del artista en el supuesto de que las pudiera albergar-  su estudio para un diálogo con la iconografía mural del románico es una vuelta de tuerca más a ese cuerpo orgánico y en constante formación que, en forma de ensayo visual, viene desarrollando desde hace años Oriol Vilapuig (Sabadell, 1964). De forma irresistible y, por lo tanto, un tanto obsesiva.

Es su modo de seguir reinterpretando lo preexistente a través de la apropiación, la cita, el montaje y la mirada de sus manos. Y de seguir mostrando lo que ve en otro de sus habitáculos.

Para llenar de elocuencia, el silencio de otros tiempos.

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Ana Laura Aláez. «Todos los conciertos, todas las noches, todo vacío». CA2M, Centro de arte dos de mayo, Móstoles

 

Siempre es un riesgo hacer un viaje exprés para asistir a la inauguración de la exposición de un artista que, además, es amigo tuyo. Un artista al que, además, puede que quieras mucho. En circunstancias como esta puede suceder cualquier cosa: que la exposición te guste tanto que no sepas qué decir; que la exposición no te guste nada y que te encuentres en la misma situación; que te «interese» más o menos pero que no te levante demasiado el entusiasmo; que la exposición sea un más-de-lo-mismo pero en otro espacio y con otro comisario; que la obra que se muestra no te lleve hacia ninguna parte; que su producción más reciente te deje más bien impasible o que te arrepientas de haber viajado en modo exprés para asistir a la inauguración de la exposición de un artista que, además, es amigo tuyo. Un artista al que, además, puede que quieras mucho.

Cuando hace un par de semanas adquirí un billete de ida y vuelta a Madrid para asistir a la inauguración de la exposición de Ana Laura Aláez en el CA2M de Móstoles, no tenía demasiadas noticias acerca de la muestra que iba a ver. No suelo hacer este tipo de cosas. Me refiero a lo de viajar en modo exprés. Pero en el caso de Ana Laura, tenía razones más que sentidas. Sabía que la exposición la había comisariado Bea Espejo, que la empezaron a trabajar hacía poco más de un año y medio, que no se trataría de una muestra retrospectiva, que abarcaría un largo período de su práctica artística, que tampoco mostraría solamente obra nueva y que lo que iba a encontrar me podía gustar mucho o, por el contrario, no gustarme nada.

Sabía que no sabía lo que hay que saber para no hacer un viaje exprés. Quiero decir, un viaje de este tipo. Un viaje a ciegas.

Por eso fui.

 

Llegué a la sala de exposición una hora antes de que se inaugurara porque quería ver la exposición y no la gente que iba a verla. Y lo primero que me llamó la atención fue que, al margen de un instantáneo y, para mí, inevitable impacto emocional, nada de lo que vi, me llamó especialmente la atención. Y me sentí tremendamente reconfortado. Era como si el tiempo se hubiera detenido. Y con él, la naturaleza del alma de una artista como la había percibido hacía casi tres décadas. Tan viva y fresca como el primer día. Si, era como si el tiempo no hubiera transcurrido. Y sin embargo, estaba allí. Todo. Concentrado, en esencia, en un gran frasco. Reclamando una escucha atenta desde cada uno de sus recovecos.

La exposición, no de grandes dimensiones y planteada al margen de cualquier grandilocuencia, refleja una suerte de vaciado sentimental dividido en cuatro secciones que giran, a nivel expositivo, alrededor de la obra de la que surge el título: Todos los conciertos, todas las noches, todo vacío (2009). Una obra que, a la manera de una fuerza centrípeta, avienta la pugna que se libra entre la inflexibilidad de una estructura de metal aplastando, en el suelo y sin piedad, camisetas negras de grupos musicales. Uniendo en una misma obra la voz severa de la razón junto al desgarro de las melodías que dan sentido a ciertas noches, se entiende por qué, junto a las mismas, se muestran otras dos obras de muy diversa índole: un video documental del uso de la instalación Dance and Disco (2019) durante su funcionamiento en el Espacio 1 del Reina Sofía, en el año 2000, y Shaving, una fotografía de gran ternura mostrando a la propia artista, depilándose, poco antes de salir por la noche. Se trata de tres obras tan distintas entre sí como unidas por su adscripción al registro de la intimidad, el punto del que parte todo.

 

Es decir, el corazón que habla de los afectos, desafectos, amores y amarguras que visten la intimidad de quien, como la artista, se va desnudando, lentamente, delante de nuestros propios ojos.

Me comentó Bea Espejo durante mi visita a la exposición que las obras, todas las obras, más que cerrar nada son aperturas hacia campos inexplorados. Comprendiendo un periodo de tiempo que va desde 1992 hasta el año 2019 -si, 27 años- y agrupando no tanto sus obras más icónicas como las que representan un punto de inflexión en una carrera que, como la de cualquiera de nosotros, se construye a base de aciertos, fracasos y contradicciones, algunas de las obras que se pueden ver en esta exposición no son las originales si no rehechas para la ocasión. Se trata de un ejercicio de una enorme honestidad en la medida en que, al tiempo que revisa la ficción autobiográfica que se deriva de cada una de sus veintiuna obras, también manifiesta la voluntad de hablar de lo que, al margen del concepto de aura, significaron en su día y de anunciar, sin apenas hacer ruido, lo que pueden ser las que tienen que venir. En este sentido cabe decir que lo único que somete esta exposición a la tiranía de los tiempos es la fecha que aparece en las fichas técnicas de cada obra. Sus DNI. De no ser por ello todas las obras serían de rabiosa actualidad.

Por ello conviven, tan bien, como si el tiempo no hubiera transcurrido.

Una vez pasada la selección de obras que, bajo el título genérico de Excitación y vacío -según figura en el catálogo de la exposición, que luego abordaremos- bombean el corazón de la muestra hablando de esa «parte oscura que (siempre) hay detrás de todo entusiasmo», la exposición estalla con Objetos y extensiones abyectos, una serie de obras en las que el uso de materiales tan distintos como el látex –Cortina (1994-2015) y Pantalón preservativo (1992-2019)-, la fibra natural –El conflicto es otro (2018)-, el algodón –Bolso (1992)- el bronce –Culito (1996-2008) y Corona (1995)- o el aluminio pulido y el hierro- Trayectoria (Like Gold and Faceted 1, 2, 3 y 4), (2014)- sirven para evocar la fragilidad del ser humano en un contexto de crucial importancia tanto para la vida y obra de la artista como, en general, para aquel mundo que, en los 90, discutía de tú a tú con una muerte asociada al SIDA. Asociada a un virus con amor.

Como pompas de jabón o como notas a pie de página o como apuntes de un relato inconcluso o como ángulos del rostro de una artista que mira hacia afuera tanto como se sumerge en la profundidad del silencio, las obras de este apartado ilustran la impostura en que incurre la artista al atreverse a explorar diversas maneras de autorrepresentación en base a la actitud vital que -según dice la propia Aláez- siempre ha marcado su práctica artística. Una práctica y una vida que, enfrentándose desde siempre, a cualquier tipo de lenguaje coactivo, le conmina a hacer de su indumentaria un eficaz estandarte, una bandera frente al riesgo de terminar como una «mujer fallida».

Pero si hay una sección en Todos los conciertos, todas … que llega al alma sin mediación, es la que se titula Violencia y vulnerabilidad, una pequeña pero enorme selección de obras -sólo tres: las xilografías Lazos de sangre (2014), las esculturas Cabeza-Espiral-Agujero-Puño-Esperma-Nudo (2008) y el vídeo Butterflies (2004)- de cuya comunión emanan los fluidos que permite a la exposición respirar al ritmo de una voz suave, la voz de la artista entonando una canción. La melodía que un día, hará unos años, le dedicó a la artista quien, en el video, permanece al otro lado. Mirándole a los ojos.

Concebida a la manera de un pequeño gabinete con espacio suficiente como para que las obras se vayan contaminando, la violencia y vulnerabilidad de esta serie podría ser la que, a través de la combinación de opuestos, provoca que el cuero se rompa, la voz se interrumpa y el líquido fluya entre fondos de color. Se trata de un pasaje de gran potencia y sensibilidad que, haciendo de la penetración y la caricia la razón de su existir, remite, una vez más, al universo de una artista cuya voz es de cristal y cuya alma se viste de cuero.

El bloque que concentra el mayor número de obras y que, bajo el título de Mito, sexualidad de mujer, ideología de camuflaje, se distribuye entre una pequeña sala de paso y el imponente atrio del CA2M, reúne un par de fotografías –Fotomatón N.Y. (1 y 2) (1992)- y siete esculturas –Sade era una mujer (1993-2013), Origen (2018), Perritos (1994), Tigras y felinas (1995), Indefinido 1, 2 y 3 (2018-2019), Boceto de Mujeres sobre zapatos de plataforma (2019) y Dancefloor (2019)- en las que se pone de manifiesto los dos polos sobre los que se fundamenta, desde los inicios de su práctica como escultora, la obra de Ana Laura Aláez. Como dice la propia artista, estos dos polos son: «Uno, el modo de la presencia de la mujer en el arte. Y dos, la puesta en cuestión de los elementos plásticos que tradicionalmente han definido la escultura como un arte vinculado a nociones consideradas básicamente masculinas, como la fuerza, la dureza, la prevalencia de lo físico, un sujeto seguro de sí mismo».

 

Frente a ello, y haciendo uso del lenguaje simbólico con que la artista se rebela a la tiranía de un contexto que, como el vasco de los 90, casi le niega el derecho a existir por su condición de clase, género y lugar, Aláez se lanza al vacío y, tras tres saltos mortales con tirabuzón y doble pirueta, toca tierra de nuevo con obras tan contundentes y evocadoras como Tigras y felinas -la única obra de la exposición procedente de una colección particular- Boceto de Mujeres sobre zapatos de plataforma, Indefinido 1,2 y 3 o Dancefloor. Tres obras colgantes y una de pared pensadas para remitir a la presencia de una ausencia – o, como se dice en el catálogo, al «placer de ser vista haciéndose imperceptible»- «a la acción por la que se redirige una representación de género no resignada» y a la mutación de un suelo en pared -o de un suelo horizontal en escultura vertical- repleto de vacíos circulares remitiendo «también a una malla que parece gritar: salta y aparecerá la red».

De saltos al vacío, redes emocionales , excavaciones en el alma y fundidos en rosa, negro y blanco se nutre buena parte de una exposición cuyo broche de oro, o extensión, se halla en el catálogo que se ha editado, poco menos que una joya. Se trata de un volumen que, además del precioso texto que la comisaria dedica a la artista, incluye colaboraciones texto-estelares de plumas tan brillantes como la del filósofo Paul B. Preciado -magnífico su ensayo sobre las prótesis en la obra de Aláez- la filóloga inglesa, profesora de instituto, activista antifranquista y feminista queer María José Belbel -aproximándose al modo de pensar de la artista a través de sus textos- el artista Angel Bados -con su interesantísima lectura sobre, para, por, entre y alrededor de la escultura- y la joven pensadora Sonia Fernández-Pan -con su reflexión posgeneracional en torno a un tema que domina a la perfección desde que apareció en este mundo: la cultura de club y la música tecno. Unos ensayos, reflexiones y aproximaciones que, habiendo sido escritos a la medida del cuerpo y pensamiento de la artista, no son sino la respuesta a la intensidad de los textos con que ella prologa cada sección. Unos textos que, hablando de su propia obra, acerca de su vida, sobre su modo de entender la escultura, contra las imposiciones que se rebeló, alrededor de sus reflexiones, más allá de lo que diga la gente, con su voz de cristal o desde el interior de su corazón, escribe Ana Laura Aláez desde la punta de un trampolín.

El lugar desde el que salta al vacío.

Sin saber si aparecerá una red.

 

(PD: esta exposición está coproducida por Azkuna Zentroa)

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Wolfgang Tillmans. Galería Juana de Aizpuru, Madrid

Fue leer un poco más allá del encabezamiento de una crítica publicada en un periódico nacional para suponer que si al autor no le había removido demasiado las neuronas, podía ser que, a mí, la reciente exposición de Wolfgang Tillmans en la galería Juana de Aizpuru de Madrid, probablemente me iba a gustar. De modo que fui hasta allí para ver esta exposición, poco antes de coger mi tren de regreso a Barcelona.

Si en algo estoy de acuerdo con lo que (también) apuntaba aquel crítico en su crónica expositiva es que si, en esta «nueva» exposición, alguien cree que verá algo distinto, se va a dar con un canto en los dientes. Y es que si lo único que tiene de nuevo es que algunas imágenes fueron capturadas durante sus últimas vacaciones donde quién-sabe-dónde, el modo en que Tillmans instala y presenta sus fotografías no difiere en absoluto de lo que viene siendo habitual desde hace ya unas décadas. Es decir, en forma de incontestables instalaciones fotográficas. O lo que es lo mismo: una foto por aquí, otra por allá, un grupo de cuatro o cinco fotos colgadas en alto, dos o tres fotos por debajo de la línea media de los ojos, una o dos fotos pequeñas casi escondidas, otra foto que apenas se ve, dos o tres dípticos de gran impacto y rotundidad, algún que otro ejercicio de abstracción colorista, retratos, autorretratos, fotos de amigos y amigas e instantáneas capturadas en lugares y momentos tan imposibles como inimaginables. Efectivamente, parece que la «nueva» exposición de Wolfang Tillmans fuera la misma que viene presentando desde hace ya un rato.

Y sin embargo se mantiene la mar de fresca. Y radiante, resolutiva, rotunda y honesta.

Formada por poco más de sesenta imágenes de distintos tamaños -desde 273 x 367 cm a 10 x 15 cm- tomadas, como es habitual en Tillmans, en períodos de tiempo muy amplios -en el caso que nos ocupa: desde 2009 a 2019- la exposición cuyo título se reduce al nombre y apellido del artista no deja de ser otra suerte de naturaleza muerta más arrancada de la vida de un artista consagrado a la visualización de los momentos de placer y gozo vividos por una existencia que se reconoce feliz y alegre. Se trata de una vida, la de Tillmans, para la que todo -es decir, desde la persona hasta el paisaje pasando por los objetos, las cosas, los colores, los pliegues, el cielo, las plantas, etc.- es susceptible de ser fotografiado en la medida en que, al margen de la técnica o pretensión de artificiosidad con que se traduzca, tiene el poder de remitir a lo vivencial, al instante mismo en que la vida se manifiesta.

Desde que a los catorce años Tillmans descubriera en Inglaterra la música tecno y la idiosincrasia de una juventud que se interrogaba a sí misma a través del ritmo y la acción, puede que naciera en la mente del futuro artista la convicción de que todo lo que iba a hacer a partir de aquel momento, sería consagrar su impulso creativo a la exploración, a través de la imagen, del tiempo y el mundo que le tocaba vivir tanto desde el punto de vista natural como desde el punto de vista social. Porque en la obra de Tillmans hay tanto de denuncia como de tediosa frivolidad.

Planteando un recorrido abierto tanto desde la perspectiva temática como por el modo en que sus imágenes adquieren la forma y el acabado más adecuados -es decir, fotografías grandes o pequeñas, enmarcadas o no, con bordes blancos o a sangre, montadas sobre aluminio o a pelo, sujetas con pinzas a la pared o pegadas a la misma con un adhesivo- la exposición que, hasta mediados de diciembre, se puede ver en la galería Juana de Aizpuru de Madrid es un viaje a través de un archivo infinito de imágenes extraídas de un tiempo concreto y que habla de la importancia que tienen para toda una generación temas tan variados y conectados entre sí como la noche, el ocio, la amistad, lo cotidiano, el sexo, el paisaje, la familia, la música o las reivindicaciones sociales. Es decir todo lo que interesa a quien, como a Tillmans, le permite fundamentar un relato creativo sobre la base del exceso, la sobredosis, la ocupación, el espacio, el desenfreno, la alegría de vivir así como de la resaca, el vómito, los fluidos corporales, el sudor, la suciedad y, por qué no, la purpurina. Eso sí: desde la distancia justa. O sea, ni a la manera de Nan Goldin ni, mucho menos, a la Boris Mikhailov.

Adscrito a la corriente de fotógrafos que, desde los años ochenta y desde nuevas formas de realismo, cuestionan la realidad desde su representación a través de la visión fotográfica, Tillmans es autor de una producción que, situándose entre el realismo y el género del reportaje gráfico, vendría a ser como la de un instagramer nacido antes de tiempo, es decir, mucho antes de que lo hiciera esta red social. Una suerte de rescate o de recuperación visual que, a través de la fotografía, nos muestra lo que miramos pero que no vemos: un cielo, unos árboles, un gesto sin rostro, unas plantas, un pliegue, unas calles, una ventana abierta, el momento en que se deshace una ola, una flor, una pera comida, una marca en la piel, una grieta, un paisaje marino, una entrepierna, un letrero y al final…. el ser humano. Nosotros en la intimidad, con nuestros cuerpos, miradas, sonrisas y ojeras, con nuestra forma de ser y amar, completamente desinhibidos frente a una cámara que no está.

Porque nada hay en la obra de Tillmans que esté allí para ser fotografiado.

El día que fui a ver la exposición, no había nadie en la galería a excepción de la persona que me atendió en recepción. Pedí una hoja de sala y me dio, para consultar, la lista de precios. Una lista en la que, además de los títulos, las medidas, el tiraje y el precio de cada obra, también figuraba el nombre de las revistas de las que habían salido algunas de las imágenes que se mostraban en la exposición, fotografías de Tillmans publicadas en reportajes de revistas como Arena Homme (nº50, invierno/primavera 2019; nº46, invierno/primavera 2016/2017), Pop Magazine (nº41 Otoño/Invierno 2019) o en páginas de libros.

Ya me perdonarán si les digo que yo, de esta dinámica de Tillmans, no tenía ni la más remota idea. Es decir, lo de colgar, en una misma exposición, páginas de revistas mezcladas con fotografías de las buenas. Lo cual me parece fenomenal. Pero hay algo más: estando sólo en la sala exposición empezó a llegar un grupo de jóvenes que no tardó en dar rienda suelta a su pasión por la obra de Tillmans. De aquel Tillmans que empezó a colgar fotos cuando ninguno de ellos ni tan siquiera había nacido. Y haciéndose fotos como posesos con el fin de (imagino) colgar sus instantáneas en la inmediatez de cualquier red social, uno de ellos empezó a levantar las fotos que estaban colgadas con cinta adhesiva. Es decir, las imágenes de las revistas, unas imágenes que no están a la venta y que, por lo visto, se pueden levantar -o no- para ver qué hay detrás, al otro lado. Nada nuevo, más imágenes, nada extraño que desvele ningún secreto. Sólo otra capa de información más adherida al contenido de una obra que se fundamenta en los excesos de una vida acostumbrada a reescribirse a través de la acumulación de imágenes.

¿Que por qué me hubiera arrepentido de no haber visto esta exposición de Wolfgang Tillmans (Remscheid, Alemania 1968) en Madrid?

Pues porque unos chicos no me hubieran enseñado que algunas imágenes se podían levantar; porque no hubiera podido comprobar como de grande sigue siendo este artista; porque no siempre es posible entender lo siguiente: que no hace falta cambiar cuando no es necesario.

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Aurelia Muñoz.»Anudar el espacio», Museu Nacional d’Art de Catalunya. Barcelona.

Me comentó su hija, Sílvia Ventosa, conservadora de textil y moda en el Museu del Disseny de Barcelona, que su madre admiraba a Moisès Villèlia y que quizás, por esta razón, era probable que conociera a Magda Bolumar, esposa y hoy viuda del escultor informalista, conocido por trabajar con la caña del bambú. El caso es que se lo pregunté porque me parece tan bella y extraordinaria la coincidencia en Barcelona de dos maneras de entender y abordar las fibras naturales y el textil en el arte, que si, ya en nuestro post anterior, nos acercamos a la figura de Bolumar, era de cajón que ahora le tocaría el turno a Aurelia Muñoz, la madre de Sílvia.

¿Qué por qué?

El motivo por el que esta artista hoy es de actualidad es la pequeña y delicada exposición que le dedica el Museu Nacional d’Art de Catalunya en una de las salas de su colección consagrada al Arte Moderno. Realizada con parte de la donación de los herederos de Aurèlia Muñoz al MNAC, formada por diecisiete dibujos y ocho obras textiles manufacturadas entre los años 60 y 70, esta exposición, que comisaría Alex Mitrani, es una buena ocasión para acercarse a la labor de quien, como Muñoz, no sólo dedicó buena parte de su vida a investigar, desde parámetros estrictamente artísticos, técnicas artesanales y domésticas como el patchwork, el macramé, el collage o el ensamblaje sino que incluso llegó a tejer su carrera huyendo, en todo momento, de las zonas de confort donde se instalan no pocos artistas a la que dan con el lenguaje que les identifica y con el que se encuentran estupendamente a la hora de comunicar sus necesidades, anhelos y disconformidades.

Pero no sólo ésta es la razón por la que Aurelia Muñoz está de actualidad. Resulta que desde su inauguración, el pasado 21 de octubre, el nuevo MOMA de Nueva York expone en una de sus sus salas su obra Águila Beige (1977) una de las tres obras de gran formato -¿deberíamos hablar de esculturas?- que el museo neoyorquino adquirió a principios de este año junto a diez dibujos y varios proyectos. Como parte de las construcciones colgantes que, bajo el título genérico de Entes, Muñoz empieza a tejer a partir de 1974, la obra que se expone en la ciudad de los rascacielos está formada por enormes paneles de yute y sisal trenzado formando lo que, a simple vista, podría ser un pájaro de múltiples alas. Un ente o ser orgánico que, adoptando como piel el nudo noble del macramé tan propio de las antiguas tradiciones árabes, tiene el poder de desdibujar las líneas que transcurren entre el arte, la arquitectura y la artesanía. Algo no muy lejos de las célebres celosías de una buena escultora como Cristina Iglesias.

Formada por obras fechadas entre 1960 y 1977, la exposición que, hasta finales de abril de 2020, se va a poder ver en el MNAC -si, casi cinco meses, han leído bien- traza todas las líneas de investigación que, en torno a la aprehensión del espacio y el volumen, trabajó Aurelia Muñoz a través del dibujo, el patchwork, el collage textil, el ensamblaje, el macramé y, en general, los nudos con los que paliaba el dolor de una enfermedad que aprendió a combatir con ayuda del corsé que tuvo que llevar y que apenas le permitía moverse del lugar donde trabajaba. Desde su formación infantil, en la escuela Montesori, y su posterior aprendizaje en la Escuela de Artes Aplicadas y en la Escola Massana de Barcelona, Muñoz no sólo aprendió a pensar con las manos sino también a vivir con lo que trenzaba, anudaba y dibujaba con ellas.

Cuatro son las etapas que, según dijo su hija durante la presentación de la exposición, determinaron la evolución de la obra de Aurelia Muñoz:

– De 1960 a 1968, época en que realiza bordados y obras en patchwork con una temática centrada principalmente en torno a temas místicos y simbólicos de corte medieval. Dos de estas obras se pueden ver en la exposición: el patchwork Personajes místicos y cruz (1964) y un Bordado de lanas sobre tejido de yute (1966).

– De 1969 a 1983, época en que se consagra al macramé o nudo noble. Es el momento al que pertenece la pequeña, bella y delicadísima obra titulada Nudo (1978), realizada enteramente a mano con hilos de lino blanco.

– De 1978 a 1983, época en que la naturaleza se convierte en el centro de su poética y en la que, desde la técnica del anudado, analiza las velas de los barcos y las cometas. De esta época son sus célebres pájaros (como el del MOMA o los que expuso en la Galería Maeght ) o dos dibujos en tinta sobre papel fechados entre 1977-1979, también presentes en la exposición.

– De 1983 a 2009 época en la que trabaja principalmente en papel algo, por lo visto, muy común en otros artistas del textil que, hacia el final de su vida, se acercan al dibujo de manera intensiva y sobre todo, natural.

Con una obra con resonancias artísticas no sólo de numerosas obras pertenecientes a la colección del MNAC -desde las pinturas murales del románico catalán a los lienzos de Joaquín Torres-García- sino también con el mundo del grafiti callejero o el amor por la materia del barroco al informalismo, Aurelia Muñoz fue una artista que, lejos de pertenecer a cualquier movimiento, se las supo ingeniar para transitar por el mundo del arte a través del léxico que, a partir de 1960, elabora manualmente entre los límites del arte y la artesanía.

En una suerte de proceso creativo que, de las dos dimensiones del papel, alcanza la tridimensionalidad como lo hace un vestido a partir de unos patrones, la obra de Aurelia Muñoz se consolida al poco tiempo de empezar gracias al reconocimiento de la crítica local e internacional así como de su participación activa en el movimiento de la Nouvelle tapisserie -concepto inventado por el crítico André Kuenzi en el año 1973- y de mostrar sus creaciones en varias ediciones de la Bienal del Tapiz de Lausanne, evento organizado por el CITAM (Centro Internacional del Tapiz Antiguo y Moderno), nacido en 1962 bajo los impulsos renovadores de Jean Lurcat, creado para equiparar el tapiz al rango de obra de arte y convertido, desde su creación, en núcleo aglutinador de las artes y el tapiz a nivel internacional.

En el marco de uno de estos encuentros que permitían a artistas de diferentes países contrastar técnicas, experiencias, saberes, materiales y sobre todo, poesía manual, fue cuando Aurelia Muñoz (Barcelona, 1926 -2011) conoció a una de las celebridades del mundo del tapiz a escala internacional: la artista polaca Magdalena Abakanovich. Una artista a la que ya dedicamos unas palabras, allá por el año 2016, a raíz del «descubrimiento», por mi parte, de una de sus obras -un magnífico Abakan (1966-1968)- colgando en el Museo del Tapiz Contemporáneo de Sant Cugat del Vallès, una obra que, vaya-por-dónde, fue donada a dicho museo por los herederos de Aurelia Muñoz.

Si cuando era pequeño y empezaba en esto del arte me hubieran dicho que, de muy mayor y más allá de mi afición por el arte contemporáneo y la transgresión artística, no sólo me fijaría sino que también me maravillaría ante obras realizadas con técnicas ancestrales y el uso de fibras naturales y textiles, hubiera dicho que, para que esto sucediera, sin lugar a dudas, antes debía morir. Y esto es justo lo que casi que me pasó -entiendan la metáfora…- cuando al entrar en la sala de Anudar el espacio -precioso titulo de la exposición aunque, en catalán, me guste más: Nuar l’espai– vi pendiendo del techo, la perfecta y grácil contundencia de la obra Ens Social, un bello artefacto en macramé de sisal y yute, creada por Aurelia Muñoz en 1976.

¡Ya ven ustedes qué tipo de sorpresas no deja de depararnos la vida!

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Magda Bolumar. «Papers. Anys 60 i 70». Galeria Marc Domènech, Barcelona

Entre diciembre de 2018 y enero de 2019 pude ver en la Galería Marc Domènech de Barcelona una deliciosa exposición titulada Aquelles petites coses…, una muestra colectiva que, en la línea de la que ya organizaron en 2017 con este mismo título, me deparó tantas sorpresas que decidí volver a verla para comprobar qué había de cierto en la primera impresión que tuve. Construida con obras de pequeño formato de artistas modernos y contemporáneos tan dispares y variados como Rafael Alberti, Luis Claramunt, Luis Feito, Vicenç Viaplana, Julio Gonzalez, Antoni Tàpies, Joan Hernández-Pijuan, Maruja Mallo, José Caballero, Joan Furriols, Albert Gleizes, Juan Gris, André Masson, Joan Miró, Joaquín Torres-García, Joaquim Chancho, etc. la exposición mostraba obras de un gran delicadeza. Entre ellas, dos que me llamaron especialmente la atención. Dos pequeñas obras en arpillera y color realizadas por la mano de una artista que desconocía por completo. De una artista de la que nunca había oido hablar.

Fascinado por la fuerza de aquellas obras y la intriga que me causaba semejante enjambre de tela y saco, hilos y cuerdas y manchas de color y puntos brillantes, dinámicos y juguetones pregunté en la galería acerca de aquella artista. Y fue entonces cuando me dijeron que se trataba de Magda Bolumar Chertó, viuda de Moisès Villèlia, el escultor informalista de las cañas de bambú.

No son pocas las artistas cuya obra se difumina tras el nombre de su pareja. Y todavía más, cuando su pareja se trata de un artista. Aunque a veces responde a una decisión propia -dice la propia Bolumar: «Yo siempre estuve en segunda fila y estaba cómoda en este lugar»- y otras veces a una imposición, siempre se trata de una injusticia vivir en silencio tras la sombra de un nombre que no es el propio. Se trata de un hecho que si hoy son muchas las voces que se alzan a consciencia para minar su vigencia desde cualquier frente, es algo que en los años 50 no sólo era normal sino que nadie se atrevía ni tan siquiera a discutirlo.

Poco tiempo después de lo que, para mí, fue una revelación en toda regla por parte de una artista que me transportó hacia mundos insondables, asistí a una velada de ensueño en La Ricarda, la casa de Ricardo Gomis construida por Bonet Castellana en un paraje natural, entre el litoral del mediterráneo y el aeropuerto de Barcelona. De estilo arquitectónico racionalista, con sus muebles y distribución originales y un estado de conservación tan lamentable que un buen chute financiero no le iría nada mal, la casa Gomis, levantada en los 60’s, es una suerte de oasis silente donde el tiempo sigue respirando y donde no es difícil imaginar escenas de aquella notte de Antonioni con Mastroiani, Moreau y Vitti luchando, sin hablar, por una existencia que se les escapa, por una vida que no entienden. Construida en una sola planta en base a pabellones aislados, unidos a los espacios comunes por una resolutiva retícula de cristales, cortinas, puertas correderas y celosías, la casa Gomis conserva en su comedor una obra que, desde que la vi, reclamó mi atención de manera insistente: un tapiz de grandes dimensiones realizado en arpillera sobre fondos terrosos. Escondiendo lo que, por su parte posterior, era un mueble para la vajilla y buena parte de los servicios de la cocina y el office de la casa, aquel enorme tapiz de arpillera que fijó mi atención desde el primer momento era una obra de Magda Bolumar pensada ex-profeso para el lugar donde se halla. Una suerte de constelación mágica que, remitiendo a los fantásticos mundos que describe Joan Ponç en su obra de corte onírico, apela al mensaje de una naturaleza escondida y no tanto al resultado de una conciencia estrictamente pictórica.

Si eran ya dos veces las que me fijaba en la obra de Magda Bolumar, así, como-quien-no-quiere-la-cosa, se pueden imaginar la ilusión que me hizo cuando supe que era esto lo que se iba a mostrar en la exposición que ahora nos ocupa.

Montada con papeles de los años 60 y 70 y alguna que otra arpillera -o xarpillera, como las llamó Vidal de Llobatera- para recordar, en cierta medida, la obra por la cual es conocida esta artista, la exposición que hasta final de diciembre se puede ver en la galería Marc Domènech es un viaje hacia el interior de un mundo que se las supo ingeniar para llegar a brillar con luz propia tras la sombra de la ortodoxia artística de la época en que emergió. Sostienen plumas ilustradas en la vida y obra de Magda Bolumar que, tras el encuentro de esta artista con el escultor Moisés Villèlia -su compañero de vida y obra hasta el día de su fallecimiento- y, posteriormente, con los miembros del grupo de Dau al set, no lo tuvo demasiado fácil para conseguir que su obra se hiciera un sitio entre los márgenes de actuación que dejaba libre el informalismo, un movimiento tan artístico y vital como caracterizado por lo matérico y, como no, por su furibundo androcentrismo.

Integrada y vinculada relativamente a los circuitos vanguardistas catalanes tanto por vía marital como por la singularidad de una producción que, tal como sostiene Cirici Pellicer en 1970 «…no es análoga , ni semejante, ni igual a nada» por encontrarse «…de golpe, en un dominio por estrenar, donde nadie podía guiarla, donde la imitación era imposible», Magda Bolumar es autora de una producción donde el color, la forma y el tejido adquieren valor por el vínculo que establece con la naturaleza. Y es que se mire por donde se mire -es decir, desde lo micro hasta lo macro- casi nada en la obra de Bolumar se desprende del misterio que alberga el mundo natural.

Por bien que la sombra de su marido planeó casi siempre sobre su cabeza, Magda Bolumar no sólo fue una compañera de vida; también fue una gran artista que, en torno a los años 60, resurgió con la luz de una obra que, ajena a cualquier tendencia o moda, abogaba por experimentar con materiales inusuales y sugerentes pero, sobre todo, de una forma muy peculiar. Se trata del momento en que se dan a conocer sus dibujos pero también de la época en que el yute aparece en su obra, un material que, en manos de Bolumar no sólo adquiere un significado especial sino que sirve para convertir lo orgánico en el eje central de su producción. Cuenta Cirici Pellicer, en otro de los tres textos que escribió para Bolumar, que así como Burri o Millares recurrieron al material textil para la articulación de una obra tan dramática y contundente, como desgarrada y trágica, la artista hizo que la arpillera -o yute- fuera la protagonista de su producción. De modo que, en lugar de romperla, coserla, maltratarla, mancharla, atarla o someterla a todo tipo de vejaciones, permitió que la arpillera «asumiera un significado, que adoptara una actitud, que realizara un acto».

Caracterizada por la simplicidad de un trazo capaz de crear con líneas y colores lo que, a ojos del espectador, serían organismos microscópicos o «seudópodos, crustáceos o miriápodos, mástiles totémicos o vehículos lunares», la obra de Bolumar dibuja una suerte de universo donde todo lo que aparece lleva a cabo una misión. Y es que para alcanzar el nivel de tensión al que llegan sus bajorrelieves cuando la artista los da por terminados, se sospecha que los ha trabajado extrayendo de ellos las prestaciones que le brindaban.

Tensando cuerdas, trenzando hilos, escalfando lacas, lijando superficies, empapando telas, punteando bordes, dibujando líneas, uniendo puntos, trazando círculos, extrayendo capas o pintando de color el resultado de un trabajo tan minucioso y laborioso como nacido del deseo de moldear su intimidad hasta el punto de mostrarla al público a través de la óptica de un microscopio hecho a mano, Magda Bolumar (Caldes d’Estrac, 1936) crea con el tiempo un cuerpo de trabajo que «tiene el poder mágico de trasladarnos a esa otra especie de mundo, como de cristal, de seda y de hilos de plata, o como de membranas iridiscentes de burbuja de jabón cogidas por telas de araña negras» para darnos la oportunidad de «contemplar de lejos nuestro mundo real, captar su suciedad y la claudicación, y medir la distancia entre la fragilidad y la debilidad». Son tan bellas estas palabras que, una vez más, le dedica Cirici en un texto publicado en 1982 que no puedo más que reproducir lo que, con tino, finura y delicada poesía, atribuye a la obra de esta creadora silente.

Si la vida de esta artista rescatada de un olvido fomentado tanto por decisión propia como por hábitos injustos, especialmente para las mujeres, ha sido un ir y venir entre momentos de gloria y de sombras y de salidas y regresos tras los pasos de quien le acompañó desde los 50 hasta el final de sus días, es el momento de observar bajo otro prisma la obra de una mujer que aprendió a hacer de su silencio el relato de una existencia que se sostiene entre agujas y tensiones, pespuntes y desgarros pero también trenzas y cuerdas y descosidos e hilos para hacer de todo ello el fundamento de una actitud destinada no sólo a no desfallecer sino también a mantener con vida la ilusión de que el mundo bien puede ser lo que existe detrás. Es decir, lo que hay detrás.

Por ejemplo, detrás de un mueble de cocina que, de cara a un comedor, comparte con los comensales la existencia de un recuerdo pasado.

Y, sin embargo, muy presente.

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Quim Pujol. «Frégoli». La Muga Caula. Les Escaules, Alt Empordà.

Uno de los delirios de falsa identificación más populares y, paradójicamente, infradiagnosticados, es el que se conoce como síndrome de Frégoli. Se trata de un extraño trastorno en el que el sujeto delirante -sólo 40 casos en todo el mundo desde su descripción, en 1927- puede recordar, de forma inexacta, lugares, objetos y eventos o bien creer que diferentes personas son una sola que va cambiando de apariencia o que está disfrazada y que, además, puede estar persiguiéndole. Para explicar este tipo de paranoia los especialistas recurren a menudo al concepto de los nodos asociativos, un vínculo biológico de información sobre las caras de las personas que conocemos o nos resultan familiares. Para un paciente con síndrome de Frégoli cualquier cara que le resulte similar a una cara conocida le remitirá a la cara de la persona que conoce, aunque en realidad no lo sea.

Oliver Sacks, neurólogo y escritor, escribió en 1985 “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”. Se trata de un libro que, como es habitual en Sacks, cuenta historias de sus pacientes como si fueran historias naturales, es decir, disociadas de la persona de la que surgen y de las experiencias que vive mientras afronta su enfermedad o lucha por sobrevivir en ella. El libro de Sacks cuenta 24 historias de pacientes agrupadas en cuatro partes –Pérdidas, Excesos, Arrebatos y El mundo de los simples– y la que da título al libro cuenta la historia de un hombre con prosopagnosia o incapacidad de reconocer caras. Un fragmento de este libro nos puede ayudar a entender en qué consiste este trastorno:

«Pareció también decidir que la visita había terminado y empezó a mirar en torno buscando el sombrero. Extendió la mano y cogió a su esposa por la cabeza intentando ponérsela. ¡Parecía haber confundido a su mujer con un sombrero! Ella daba la impresión de estar habituada a aquellos percances.»

Como ya pueden haber imaginado, el nombre de este delirio monotemático procede de Leopoldo Frégoli (Roma, 1867 – Viareggio, 1936) actor, transformista y cantante italiano conocido mundialmente por su habilidad para el transformismo, la imitación y el disfraz. Frégoli fue una de las figuras del espectáculo más famosas del mundo entre finales del s. XIX y principios del s. XX y una de las máximas estrellas del cine europeo primitivo. Se dice que, a su muerte, en 1936, había realizado más de diez mil representaciones y también se calculó que había cambiado su apariencia más de un millón de veces. Frégoli dominaba la mímica, el ilusionismo, la prestidigitación, la pantomima, la ventriloquía, la acrobacia y la danza y era capaz de mantener en solitario espectáculos de hasta tres horas de duración, cambiando 100 veces de vestido y hablando con 15 tonos de voz distintos.

Dominar tal cantidad y variedad de recursos escénicos es una virtud que no está al alcance de cualquiera y quien fue capaz de hacerlo -o sea, Leopoldo Frégoli- llamó hasta tal punto la atención del joven Joan Brossa (Barcelona, 1919-1998) que durante toda su vida se dedicó, vehementemente, a recoger material relacionado con la vida y obra del transformista italiano. Fruto de esta admiración por Frégoli -«prácticamente inexplicable», como confesaba el propio Brossa-, el artista catalán, además de dedicar buena parte de su producción a indagar, estudiar y delirar en torno a la figura y obra del actor italiano, llegó a convertir el tema de la metamorfosis -tan característico en Frégoli- en el núcleo principal de su ideología artística.

No hace mucho, en el transcurso de una charla del ciclo Ens va fer Joan Brossa, celebrada en la Fundació Joan Brossa de Barcelona entre Cloe Masotta y Joan M. Minguet Batllori, el crítico catalán nombró a Frégoli como uno de los actores que abordó con pasión quien le permitió entrar en contacto con Joan Brossa, es decir, el crítico de arte y espectáculos Sebastià Gasch (Barcelona, 1897-1980), un hombre de gran trascendencia para el devenir del arte vanguardista en Catalunya. Frégoli actuó en el teatro Novedades de Barcelona en 1905, 1907 y, por última vez, en 1922 y la maravilla que viene a continuación es un ejemplo de lo que escribió Gasch acerca de su admirado actor: «Frégoli encarnó a más de un millar de personajes de todos los géneros, tipos y especies. Fue el rey del truco, el emperador de la ficción, el zar de todas las sorpresas. Émulo de Proteo al asumir las más diversas apariencias, su personalidad tenía algo de alegre mito. Burlador de los escenarios, genio de la parodia y de la pantomima, fue uno de los ídolos populares de la época… Con Frégoli brotaban, llevadas a la escena, las primeras intuiciones de los temas de nuestro tiempo: el predominio de la acción, la rapidez, la velocidad… Y alborotó los dormidos escenarios con travesura vertiginosa, con su imaginaria galería de espejos».

Si antes hemos aludido a la pasión de Brossa por Frégoli y al impulso del artista catalán de coleccionar su singular universo, regresamos de nuevo a Leopoldo Frégoli para decir que es justamente el italiano quien se halla en el origen de los monólogos de transformación, escritos por Joan Brossa entre 1965-66. Brossa veía a Frégoli como heredero de la Commedia dell’Arte -síntesis de la herencia del carnaval- y como un apoyo para la construcción de un teatro que recuperara lo carnavalesco en detrimento de lo literario. Sobre Frégoli, Brossa escribe lo siguiente: «él mismo inventa el argumento, la composición y los mínimos detalles escénicos de las piezas que interpreta. Frégoli es el autor y nadie lo puede imitar, porque sólo él conoce todos los recursos de su genial talento (…) mimo, bailarín, cantante, acróbata y prestidigitador».

A Brossa -como décadas antes, a Marinetti, Léger, Foregger, Maiakovski o Moholy-Nagy- le interesaba cómo se concretaba la actuación del artista de variedades, sus renuncias a la ficción, su reticencia a la incorporación de un personaje y el juego inmediato del propio cuerpo. La negación de someter el cuerpo a la ficción es descubierta por Brossa como una actitud incómoda para el público burgués, que se siente más relajado bajo la protección del teatro literario al tiempo que trata de mantener al margen el teatro de variedades, justo lo que una y otra vez rescatan poetas, pintores y actores para introducir en los escenarios de la (alta) cultura un impulso transformador.

Para terminar con este serie de referencias que, como-quien-no-quiere-la-cosa, ya ocupa buena parte del artículo pensado para hablar de Quim Pujol, permítanme que reproduzca uno de los poemas que Brossa dedicó a Frégoli. Se trata de un poema que, a la manera de un guion de teatro, contiene acotaciones y textualidad visual y ofrece una idea muy clara de la irrepetible velocidad con que trabajaba el transformista italiano. El poema dice así:

Entre bastidors o el secret de Fregoli
Frègoli surt d’escena
(Un ajudant l’espera darrere la porta
per treure-li el frac i recollir el copalta;
un altre li canvia les sabates mentre
un tercer li ajusta la perruca amb el
nas postís, un altre li posa el vestit
femení, i el darrer, situat ran de la porta
d’entrada a l’escena, li allarga el cistell
i el paraigua.)
Entra una vella en escena

El pasado sábado 14 de septiembre, estuve en 15a edición del Encuentro Internacional de Poesía de acción y Performance de las Escaules, en el Alt Empordà. Conocido como La Muga Caula, este festival llega a su fin con la cara bien alta aunque ahogado por los efectos de una crisis que, si no se subsana urgentemente, acabará por arrasar con la cultura de nuestro país y, en especial, la que se dirime en los núcleos más periféricos. Caracterizado desde sus inicios por una programación anárquica capaz de ofrecer, desde el enorme y variado cajón de sastre en que se traduce, sorpresas suficientemente interesantes como para querer ir año tras año, uno de los platos fuertes programados para este año era el que, desde cualquiera de sus escenarios, iba a servir Quim Pujol. Justo el motivo por el que, de nuevo, regresé a La Muga Caula.

Escritor, comisario y artista, vinculado al ámbito de la escena y con un «perfil mixto» que le permite moverse a la perfección por los límites entre la escritura, las artes en vivo y el arte contemporáneo, Quim Pujol ofreció en el marco de este festival performático la versión en catalán de su Frégoli, una de las obras donde, con extrema sensibilidad, inteligencia, humor, sarcasmo y verdad el artista aborda un tema que, como el de la metamorfosis, también llegó al alma del mismísimo Joan Brossa.

Ajeno al deseo de imitar al transformista italiano -recuerden lo que decía Brossa: «nadie lo puede imitar»- pero sí de compartir con el espectador la gran cantidad de asociaciones lingüístico visuales que dan sentido a nuestra vida, Pujol dedicó su sesión de les Escaules a diseccionar, con la complicidad de todos, una serie tan extensa de conceptos compuestos que, al final del encuentro, nada ni nadie de lo veíamos era lo que parecía.

Sostiene Quim Pujol en unas declaraciones realizadas para La Casa Encendida en 2016, que la suya es una práctica artística que, en la medida en que se relaciona con el ámbito del teatro y la danza experimental, se caracteriza por pensar mucho desde el cuerpo aunque luego, lo que genere, sean propuestas que, desde el punto de vista formal, adquiera una presencia completamente distinta de lo que se esperaba. Fruto de una investigación iniciada en 2014 en torno a la revisión de técnicas de acción y sus combinatorias como posible vía para la forja de propuestas alternativas de acción e interpretación, la técnica que aborda Pujol en el proyecto que nos ocupa es el arte del transformismo, en tanto que motor de cambio permanente. Ahora bien, lejos de emular el trabajo de un transformista en su sentido más ortodoxo -dice Pujol que ya hay quien se dedica a ello y que, además, lo hace muy bien-, lo que propone el artista es una suerte de transformismo abstracto generado desde el ámbito del lenguaje para modificar su base a expresiones lingüísticas capaces de producir en la mente del espectador la ilusión de una transformación constante de las cosas. Para ilustrar lo que acabamos de decir reproducimos, a continuación, algún ejemplo de su recitativo:

Soy entre punto y balón
Soy punto pelota
Soy entre balón y copa
Soy copa balón
Soy entre copa y sombrero
Soy sombrero de copa
Soy entre sombrero y mundo
Soy el mundo por montera

En la medida en que uno de los referentes de Pujol es Joan Brossa -gran artista y precursor, entre otras cosas, de la performance en Catalunya- y que Brossa, a su vez, sentía una especial fascinación por Frégoli, está claro cuál es el origen de la fascinación de Pujol por el transformista italiano. Sin embargo, lejos de quedarse con la parte más visible y/o vistosa de esta admiración, lo que hace Pujol con Frégoli es diseccionar la propuesta del italiano hasta el punto de que de él no se huela más que la esencia de su fragancia.

La manera abstracta con que Pujol se refiere a Frégoli en su versión catalana, consistió en una obra de aproximadamente 45 minutos que, lejos de la disposición del teatro a la italiana y en una sala abarrotada anárquicamente por los espectadores, dibujó el paisaje por el que Pujol paseó su cuerpo acompañándole, en todo momento, con la letanía de su voz emitiendo palabras compuestas. Pertrechado con un micro de diadema y el guion de su proyecto en la mano derecha, Pujol fue evolucionando, sin descansar, entre sillas y asistentes y aunque en momentos puntuales se hacía difícil seguir lo que relacionaba lo cierto es que, al finalizar, consiguió que no supiéramos ni tan siquiera cómo nos llamábamos.

Junto a la riqueza asociativa de sus palabras y el ritmo de sus pasos peinando la platea de la Societat Unió Escaulenca, otro de los factores que ayudó a conectar-desconectar con la propuesta de Pujol fue el tiempo que invirtió en la ejecución de la misma. Se trata de un factor, el del tiempo, que el artista siempre contempla en sus obras performáticas en la medida en que lo que sucede en gerundio no es fruto del azar sino de una actitud consciente, meditada, irrevocabley contemporánea. Una actitud que, tal como defiende Pujol, tiene que ver con nuestra capacidad de repensar las cosas y, por extensión, lo que existe a nuestro alrededor. De ahí que la práctica del transformismo, y la de Quim Pujol desde su abstracción, sea relevante desde el punto de vista político. Y es que, en la medida en que es antiesencialista -ajena a la identidad de las cosas-permite que todos y todo podamos ser muchas cosas a la vez:

como un trastorno mental un argumento para Sacks; como una mujer un sombrero para un hombre; como un hombre uno de los personajes de Frégoli; como Frégoli un zar para Sebastià Gasch; como Gasch un descubridor para Joan Brossa; como Brossa un referente para Quim Pujol; como Quim Pujol un ser fascinante que observa con su voz lo que nos rodea.

A todos.

 

Referencias:
– Jordi Jané i Romeu. Brossa i el circ, una sintonia essencial. UOC.
– José Antonio Sánchez. Artes de la escena y de la acción en España 1978-2002. Ediciones de la Universidad de Castilla-la Mancha, 2006.

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Sobre el comisario, el comisariado y demás derivas curatoriales. (y 3)

Tras dos artículos destinados a desgranar, desde una perspectiva muy personal, la idiosincrasia del comisariado a través de una introducción y tres perfiles profesionales, el tercer -y por ahora último- artículo de nuestra aventura nos sirve para abordar el perfil del comisario-artista, el comisario-diletante, el comisario-a-secas y el comisario Km.0, también conocido como comisario-slow food. Caracterizada por una complejidad tan difícil de abordar como fácil de pulverizar, la profesión de comisario es tan maravillosa y detestable como honesta y cruenta.

Depende del color del cristal con que se mire.

Comisario-artista

Sostiene David Balzer que antes de la proliferación de comisarios -es decir, lo que da pie a nuestra serie de textos- hubo una importante proliferación de artistas y, en consecuencia, de exposiciones. Esto sucedió durante la década los sesenta y setenta, tanto en Estados Unidos como en Europa. Ahora bien, aunque muchos de los artistas de este periodo idearon exposiciones interesantes y de corte tan experimental que incluso llegaron a sacudir los propios cimientos del sistema del arte, la tipología del comisario-artista no nace durante la época del conceptual sino justamente un siglo antes. Y sólo en Europa. Es decir, después del Salon des Refusés, allá por la segunda mitad del s.XIX, en el momento en que empiezan a desplegarse por la ciudad de París exposiciones impulsadas por artistas en activo con un enfoque nuevo, personal, más directo, colaborativo y opuesto a las normas de la academia. Un claro antecedente de lo que hoy conocemos como espacios auto gestionados, el lugar donde, dicho sea de paso, los artistas que los gestionan suelen ser quienes comisarían buena parte de las propuestas que hacen. Desde entonces hasta hoy y hartos de lo que dictan las instancias de un establishment caduco y alejado de la apremiante realidad del día a día, los artistas se las han ingeniado e ingenian para dar un golpe de timón haciendo todo lo que está en sus manos para forzar un cambio de rumbo en la deriva del arte. Bien sea con su obra, comisariando exposiciones o del modo que crean más conveniente.

Aunque el tema del comisario-artista podría tener tantas ramificaciones como se quisiera, diría, sin temor a equivocarme, que cuando el comisario de una exposición es un artista no es un comisario sino un artista. Por esta misma regla de tres, diría que la exposición que comisaría tampoco es propiamente una exposición sino más bien una obra, otra de sus obras de arte. Partiendo de la base de que la «verdadera profesión» del comisario que (ahora) nos ocupa es (ser) artista, quienes cuestionan su obra o aplauden su labor comisarial son los mismos a los que interesa su producción o, por el contrario, la critican sin problema. Al margen de que su propuesta expositiva esté mejor o peor-siempre hay honrosísimas excepciones, que conste- lo que está en juego, en esta operación curatorial, no es tanto una exposición sino una obra de arte.

La institución -o espacio expositivo- que propone a un artista comisariar una exposición lo hace impulsado por el valor de su obra o de su credibilidad como artista, raras veces por sus habilidades como comisario de exposiciones. Son pocos los artistas cuya labor comisarial llegue a ser tan remarcable como lo es siendo artista, es decir, lo que es en verdad y a lo que dedica la mayor parte de su tiempo. Hacer de comisario puntualmente -o sólo de vez en cuando- no significa ser comisario de exposiciones. Significa que se ha comisariado una vez o alguna, y esto es muy distinto.
En la medida en que se contrata al comisario-artista por su valor o el de su obra, éste se puede permitir el lujo de pasar de puntillas por encima de lo que (también)implica la tarea de ser comisario, algo que ya hemos visto con anterioridad. Una vez liberado de la pesadez de la gestión de proyectos, así como de las partes más chungas inherentes a la profesión, el comisario-artista se dedica en cuerpo y alma a la faceta comisarial desenfrenadamente más creativa, sin lugar a dudas, la más excitante y molona. Actuando como artista-que-a-veces-cura y no tanto como comisario-que-si-no-cura-nada-se-le-acaba-el-curro-de-por-vida, al comisario-artista se le van a aceptar casi todas sus sugerencias. Aunque, a menudo, deriven en exigencias.

Cuando un artista comisaría una exposición en el marco de una institución lo hace haciendo uso de una absoluta libertad. Es decir, un verdadero lujo. Es tanto el honor para la institución poder contar con la colaboración comisarial de un artista -un artista en el que cree y del que no tiene dudas acerca de su coherencia profesional y seriedad de su trabajo- que, en principio, no le van a poner cortapisas a la hora de aceptar las ideas que proponga. Es más, cuanto más conocido, bueno, reputado y excelso sea el artista, mayor será la posibilidad de llevar a cabo su empresa de acuerdo a lo que desea, había previsto y sin que nadie le boicotee, aplaste o entorpezca su labor.

Además de comisariar exposiciones colectivas en las que, por regla general, abundan colaboraciones de artistas-amigos y hasta incluso de la suya propia, se puede dar la circunstancia de que un comisario-artista sea el comisario de una exposición individual. Por lo general, es el artista que va a exponer quien le propone al otro comisariar la exposición y entre las razones que aduce para justificar su elección priman las que ponen en valor el buen rollo que hay entre ambos, lo mucho que el comisario-artista entiende lo que hace su artista-amigo, lo cerca que, por ser creador, el comisario-artista está del artista que expone, la visión que tiene de su obra por conocer de cerca de lo que se trata, lo mucho que aporta a la misma en contraposición a lo que formulan los comisarios ortodoxos, etc. Lo que prima en este tipo de maniobras comisariales son, principalmente, las relaciones de amistad, ligeramente próximas a nivel de contenido y para nada vinculadas al tema de la gestión comisarial, es decir, esa patata caliente que nadie quiere tener entre las manos.

Cuando una institución le encarga a un artista comisariar una exposición ignoro si lo hace para aportar un punto de vista desprejuiciado, fresco y vitalista, menospreciar la profesión, cuestionar la labor del artista, abrir su mente a perspectivas imprevisibles, dárselas de versátil y open-minded, demostrar el poder que tiene para escoger a quien le place o por alguna razón que ahora mismo se me escapa. Aunque me gustaría pensar que no (sólo) es nada de todo esto, lo cierto es que cuando un artista comisaría en una institución no se le juzga del mismo modo que se juzga a un comisario a secas. La bula de la que disfruta el comisario-artista por el hecho de ser artista es una suerte de salvoconducto que, al tiempo que le libra de las críticas más feroces, sangrantes y despreciativas por parte del sector periodístico cultural y del “mundillo” del arte, le dispensa parabienes de todo tipo y color. Algo que adquiere una especial relevancia cuando, haciendo uso de su condición de artista, no sólo se contenta en disfrutar de su valor como celebridad, sino que también aprovecha para cuestionar lo que al resto de curadores a secas difícilmente se le perdonaría por políticamente incorrecto, obsceno, transgresor, crítico o hasta incluso, formalista, clásico, retrógrado o banal. El artista puede con todo y con más.

Todo lo que se ha apuntado en relación al comisario-artista aumenta o disminuye de intensidad en función de cómo es la institución que le contrata, el espacio donde se va a mostrar su exposición o su nivel de celebridad en el ámbito del arte, tanto a nivel local como nacional o internacional. En este sentido, lo que hemos venido apuntando hasta aquí no es más que una generalización de esta tipología que espero que ustedes tengan a bien neutralizar en los casos de comisarios-artista que llegan a hacer una excelente propuesta, que haberlos haylos.

Comisario-diletante (aka profesional de otro ámbito)

Cuando el comisario de una exposición es un escritor, un físico, un músico, un bailarín, un coreógrafo, un investigador, un cocinero, etc. tampoco es un comisario sino alguien que, profesionalmente hablando, se toma un respiro en su profesión para desempeñar la labor de un comisario a modo de reina-por-un-día. Consagrándose a aquella parte de la labor de un comisario considerada como la más chula, estimulante, molona y cool, el comisario-diletante tira del hilo de una idea -alguna vez, una ocurrencia-, busca las obras que mejor se adapten a lo que quiere, puede, pretende o es capaz de decir e intenta dar a su proyecto una forma más o menos contemporánea, resultona y llevadera. Se entiende que, en operaciones curatoriales emprendidas por diletantes de cualquier tipo y pelaje, las labores más ingratas del comisariado corren a cargo de la persona que la institución le asigna como coordinadora, por lo general una mujer, ya lo apuntamos en su momento. No hay que olvidar que lo que podríamos denominar comisario-reina-por-un-día es poco menos que una estrella invitada y, como tal, se le debe cuidar, mimar y tolerar sus caprichos, por estrafalarios que sean. De no acatar lo que dice o propone el personaje en cuestión, la institución corre el peligro de que aquél haga temblar los cimientos que la soportan.

Aunque buena parte de lo que hemos dicho en relación al comisario-artista sería aplicable al comisario-diletante, hay una diferencia substancial entre ambas tipologías. Mientras que, a nivel de privilegios y repercusiones, ambos disfrutarían de ventajas parecidas merced, entre otras razones, a la expansión de la curadoría en el mercado de trabajo, es muy distinto lo que propone un artista que lo que propone un diletante. Por tener un ojo entrenado para ver lo que es mejor y estar más o menos comprometido en una práctica del conocimiento, el comisario-artista centra su atención en cuestiones relacionadas con el “arte” al que trata con más o menos cura por el respeto que le merece. El comisario-diletante, sin embargo, al entender que curar es sinónimo de creativo, tiende a centrar su actividad en conectar cosas. O lo que es lo mismo, en primar las aserciones y no en conducir hacia interrogaciones de tipo vital, justo lo que se entiende que debería ser la labor de un curador.

Por bien que al comisario-diletante se le conoce no tanto por lo que hace como por lo que ve y que el discurso que esgrime para justificar sus propuestas tiende a ser tan suyo que a veces impresiona, nunca se debe menospreciar su capacidad de sorprender. Es tan intempestivo, extraño, revulsivo, desprejuiciado y fresco lo que puede brotar de la creatividad de su cabeza que, en un contexto como el de las artes visuales, caracterizado por un cierto orden, dogmatismo, seriedad y, por qué no, obcecación, no puede más que agradecerse cuando hace acto de presencia. En consecuencia, pese a no ser santo de nuestra devoción, creemos que es tan necesaria su vida entre nosotros como lo puede ser una flor, un escritor, un jilguero, un director de museo, una jirafa, un artista u otro tipo de comisarios.

Comisario-a-secas

Partiendo de la base de que, en latín, la raíz de la palabra curador es cura y significa cuidado, y que el significado de curatore, también en latín, quiere decir custodio, entenderemos que lo que hoy se conoce como curador contiene importantes dosis tanto de cuidados como de un cierto espíritu avizor, vigilante, conservador, preservador o custodio. Aunque ahora no nos vamos a detener en los cambios en el uso de esta palabra a lo largo de la historia, sí que vamos a señalar que, si el valor de los primeros curadores de museo estaba concentrado en los objetos que “cuidaban”, no fue hasta la década de los sesenta del siglo pasado cuando el valor se desplazó hacia el curador y en lo que dice. Es decir, cuando la tutela del curador se transforma en conocimiento, cuando el cuidador evoluciona en conocedor, cuando nace el concepto de comisario independiente y/o autónomo.

Pese a la evolución en el uso del vocablo y, por consiguiente, en la tarea desempeñada por el curador, uno de los factores que nunca ha dejado de estar asociado a su figura es su permanente sumisión a todo tipo de circunstancias: a las instituciones, los artistas, los objetos, al público, al mercado, etc. Es normal, pues, que esta suerte de sometimiento a los dictados de un tercero tan influyente, se rebele de vez en cuando en forma de arrogancia, altivez, el típico no-sabes-quién-soy-yo y que, sin pudor, enarbolan ciertos comisarios que ahora mismo no pienso nombrar.
Si en algún momento ya apuntamos que fue Alfred H. Barr -primer director del MOMA- el pionero del comisario institucional, quien abre la puerta al modo en que todavía hoy hay quien se empeña en magnificar la figura del comisario fue Harald Szeemann (1933-2005), un personaje que, procediendo del mundo del teatro, fue capaz de unir artistas ajenos a cualquier noción de estilo sobre la base del proceso artístico entendido como espectáculo. Por ejemplo, Joseph Beuys.

Autodenominándose Ausstellungsmacher (hacedor de exposición) en lugar de curador, Szeemann instaura, hacia finales de la década de los 60, el rol de una figura capaz de otorgar sentido a las “cosas” que deambulan por el campo de unas ideas -el conocido como arte conceptual- así como de actuar en defensa de una escena cada vez más obtusa debido a la enorme prodigalidad de artistas, movimientos, obras, exposiciones, ediciones y mucha discusión. Es decir, demasiado debate. Se trataba de una suerte de multitarea -ese multitasking ahora tan nuestro- que, a diferencia de lo que hasta entonces venía siendo el comisariado, requería de una dedicación no tanto parcial como a tiempo completo. Con sus días y sus noches. Una tarea nacida de una (nueva) necesidad que, en la medida en que lleva implícita la creación de algo -es decir, que tiene un fin creativo- no tarda en colisionar con la función(creativa) que, por tradición y naturaleza, desempeñaba el artista.

Como ejemplo de «curador que no sólo se ocupa de la tierra -es decir, del arte- sino que también la cuida, organiza y transforma en paisaje» (esta maravilla de metáfora es de Balzer, no mia), Szeemann fue un personaje hecho a sí mismo hasta el punto de convertir su conocimiento en una necesidad, algo que, hasta antes de su aparición como curador independiente, era prácticamente inimaginable. Otorgando valor a un trabajo orientado hacia un público institucional, pero también hacia ellos mismos en virtud de sus conocimientos en humanidades o en ámbitos ajenos al arte y su historia, los curadores que se consideran como de la primera generación -Harald Szeemann, Walter Hopps, Lucy Lippard, Seth Siegelaub, etc.- abrieron el paso a lo que, aproximadamente tres décadas después, representará ser comisario: una entidad propia, asalariada, portavoz de la multidisciplinariedad y comprometida con la práctica del conocimiento como principal criterio de valor. La década de los 90 es el momento en que el comisario deja de ser un amateur-emprendedor-excéntrico para pasar a ser una necesidad profesional. También es el momento en que empiezan a proliferar cursos y programas curatoriales encargados de dar a entender que, si la profesión de comisario se debe aprender con sus propias especificidades, es porque se ha convertido en un campo expandido, en un mercado de trabajo. Un mercado que, a su vez, no deja de declararse absolutamente incapaz de absorberla ingente cantidad de comisarios que, desde entonces hasta hoy, no cesan de circular por la extensión de nuestro amado planeta. En resumen: que no hay suficiente pienso para tanta gallina.

Extraída de la lectura del brillante ensayo de Balzer, la cartografía comisarial que acabamos de trazar es, para que se hagan una idea, el retrato robot de una circunstancia que se desarrolla a escala internacional. Cuando echamos mano del microscopio para centramos en el análisis de lo que sucede en cada país -y, más concretamente, en un ámbito principalmente local- no es difícil constatar que lo dicho hasta aquí no sólo es imperceptible a nivel epidérmico, sino que parece ser el fruto de una gran invención. O, simple y llanamente, pura ciencia-ficción.

Como ignoro de qué modo preciso se ha vivido en Francia, Bulgaria, Marruecos, Ecuador, India, Japón o Noruega el tema del comisariado y su incidencia a nivel social, económico, cultural o el que sea, intentaré centrar mi análisis en cómo veo lo que sucede aquí, es decir, cerca de nosotros, cerca de ti y de mí. Como verán: un melodrama.

Acomodados habitualmente por detrás de lo que, a nivel internacional (disculpen la entelequia), sobreviene en los ámbitos de lo social, lo económico y, sobre todo, lo cultural, nuestro país tiene sometida hasta tal punto a la figura del comisario, que sólo puede ejercer como tal cuando se le brinda la posibilidad, es decir, cuando se le invita específicamente a ello, algo que sucede cuando menos se lo espera, por las razones más inimaginables y por cuestiones a menudo tan marcianas como unbelievable. Es normal, en consecuencia, que nuestro personaje ande bastante despistado. Siendo prácticamente imposible realizar una genealogía de lo que ha sido y es, hasta la actualidad, la deriva de la figura del comisario a nivel estatal (disculpen la entelequia una vez más), me atrevería a decir que ser comisario, en nuestro país, es como pretender alterar el rumbo de un avión siendo una mosca inmunda.

Por muy deseable que sería que la realización de proyectos curatoriales fuera la consecuencia de un proceso que, empezando por la presentación de un esbozo expositivo a las autoridades competentes, evolucionase en el marco de un diálogo generado para llegar a un acuerdo o, por el contrario, desestimar la propuesta de manera cordial, lo que sucede en nuestro país -como supongo que también en muchos otros- es que sólo se puede comisariar una exposición cuando la autoridad competente llaman a la puerta de un curador para proponerle, con todo su poderío, que le haga “algo”. Así, casi en imperativo. Dando por supuesto que quien llama a su puerta sabe perfectamente quién va a abrir y en qué estado lo va a encontrar -es decir, en bata, pijama, con rulos, con la colada en la mano, el cucharón en la otra y el teclado del ordenador por pendientes-, el comisario-a-secas suele aceptar el encargo ya que, ¡mira tú por dónde!, resulta que en su agenda hay justamente un hueco.

Presentar un proyecto de manera cándida y esperar tranquilamente a obtener una respuesta conlleva la recreación de escenarios que no por variopintos pueden ser incluso desagradables: desde que te digan que el proyecto está muy bien pero que no encaja con la línea editorial del museo hasta que le falta maduración, que incomoda la ausencia de representación femenina, que no hay suficiente elemento transgénero, que sufre de un exceso de testosterona, que es insuficiente el contenido político y social de la propuesta, que adolece de formalista, que es “un poco demasiado” débil, que su contenido es frágil o, simplemente, no te dicen ni mu. Cuando la autoridad competente llama a tu puerta como si fuera Avon -aquel jabón, ¿recuerdan? – es mejor y más conveniente comprar lo que te ofrece que hacerse el remolón en aras de la coherencia. Ser coherente con unos principios y rechazar propuestas que no se ajustan a lo que uno quiere y desea investigar de verdad, no sólo supone ser tildado de raro, exigente, altivo y prepotente sino también el riesgo de que te hagan cruz y raya.

Un hueco que coincide con las fechas de exposición que la institución le propone a un comisario-a-secas significa que a partir de aquel momento su vida estará sometida a los designios del cliente. Hasta ahí todo normal. Lo que ya es menos normal es que no se informe debidamente de la razón por la queestos designios cambian en el tiempo. Los intereses y motivaciones de la institución en materia de estrategia y márquetin o derivados de la gestión económica no es algo que el comisario raso “deba” conocer en detalle. En la medida en que su paso por la institución se limitará a una colaboración de tipo puntual -sólo los comisarios-amigos-del-director o de quien sea disfrutan de la posibilidad de reincidir en menos de cuatro años en una misma institución- el comisario raso no tendrá la más mínima idea de lo que sucede a sus espaldas. De modo que por mucho que se empeñe en desarrollar su profesión de acuerdo a la totalidad de las especificidades que incluye, difícilmente vera satisfecho su deseo de acceder a todo.

A medida que se desciende en la escala de valor de los espacios que, eventualmente, pueden requerir de los servicios de un comisario raso, las condiciones laborales del mismo suelen alcanzar tales niveles de precariedad que no es extraño que, para subsistir, se busque la vida como mejor pueda y sepa. Es entonces cuando el comisario raso, en la medida en que conoce el campo que transita, se aplica en ampliar el radio de acción de su profesión a tareas relacionadas con el asesoramiento en galerías de arte comerciales, la prestación de sus conocimientos en jurados de premios, becas o tribunales de asignación de talleres a artistas, la traducción de sus razonamientos artísticos en forma de críticas de arte para periódicos, revistas de arte, blogs personales u otras plataformas de opinión o a tareas relacionadas con la pedagogía y la docencia, el primer paso para desaparecer de la primera línea de fuego del comisariado para pasar a la agradable reserva de enseñar a quienes no sólo serán tus alumnos sino los que van a glosar la incidencia de tus conocimiento en sus vidas.

Ser un comisario coherente en nuestro país sin tener padrinos, amigos, sponsors, mecenas o la vida suficientemente arreglada como para no avergonzarte de ello ni necesitar de nada o de nadie para trabajar como es debido y la mar de feliz, es tan difícil y engorroso como improbable y utópico, nunca imposible. Y es que, si bien puedes ser el propietario del chiringuito donde se muestran tus propias exposiciones o llegar a disfrutar del privilegio de comisariar lo que tú quieres, como quieres y porque-tú-lo-vales, es muy difícil que tu labor curatorial pueda dibujar una línea clara de investigación en el tiempo caracterizada por su coherencia, razón de ser, enjundia del nivel discursivo, originalidad, etc. Depender de terceros para el ejercicio de una profesión que, como el comisariado, no sólo transmite valor, sino que también lo crea, es una situación tan anormal, incómoda, irracional y extraña que no puedes más que dar gracias a Dios cuando Avon llama a tu puerta y te dice que ha pensado en ti para que le hagas algo.

Por ejemplo, comisariar una exposición.

Comisario-Km.0 o comisario-slow food

El comisario Km.0 o comisario slow-food es la versión del comisario-a-secas que, habiendo descartado la posibilidad de desarrollar su carrera a nivel internacional -por difícil, azarosa, sacrificada, egocéntrica, agotadora, apátrida, llanera solitaria y por ser en inglés-  opta por centrar su actividad curatorial en el país donde vive abierto, en todo momento, a las probabilidades que se le presentan desde cualquier frente, tanto nacional como de donde sea. Que un país como el nuestro haya dado lugar a tantos comisarios de este calibre significa que su incidencia en los discursos artísticos de hondura internacional es tan mínima e insignificante como el relato de unos artistas que, como los nuestros, son prácticamente desconocidos tanto fuera como dentro de nuestras fronteras. No es cuestión de ser buen o mal profesional ni que nuestros artistas procedan de otro planeta, es cuestión de que, en nuestro país, hay algo que no se hace bien y, además, desde hace demasiado tiempo. Pero esto ya es otra historia.

Consagrar una carrera curatorial al ámbito del país donde se vive -como el nuestro, sin ir más lejos- aparte de ser una opción realista, sensata, equilibrada y medida no implica hacer exposiciones en cualquier parte del país. Porque consagrar una carrera curatorial al ámbito del país donde se vive -o lo que es lo mismo, ser un comisario nacional- además de estar más cerca de tu familia, pareja, hijos, padres o amigos implica que tu carrera se va a desarrollar en el radio de acción más próximo del lugar dónde vives. A saber: tu pueblo, la capital más cercana, la comarca a la que pertenece, la provincia de la que forma parte o, apurando mucho, la comunidad autónoma donde pagas tus impuestos. Consagrar una carrera curatorial al ámbito del país donde se vive no significa comisariar en cualquier ciudad del país. Y es que, por muy interprovinciales que nos pongamos, moverse con soltura por la «complejidad» de un país tan capillista como el nuestro es tan utópico, fantasioso e irreal como ser comisario internacional o comisario-estrella-fugaz. De ahí que el concepto de comisario nacional no sea más que una pura entelequia.

Si la carrera curatorial focalizada en un único país no implica que un comisario pueda trabajar en cualquiera de sus espacios, consagrar la misma carrera en torno a la ciudad donde se vive tampoco implica que se pueda ejercer en cualquier lugar. Consagrar una carrera curatorial en torno a la ciudad donde se vive significa ser un comisario-Km. 0 y, como tal, complacerse en comisariar en los espacios donde se te conoce, los centros dirigidos por quien te quiere y/o aprecia, los lugares donde nadie tiene nada en contra de uno o allí donde se te ofrece sin saber exactamente por qué. Pretender hacer una exposición donde jamás te han pedido ni la hora, es tan difícil, duro y cruel que no creo que haya nadie que se atreva a hacerlo sin temor a sus consecuencias. Todos sabemos que, en una ciudad, todo el mundo se conoce tanto que si nadie te ofrece comisariar una exposición es porque no interesa lo que haces, se considera que es suficiente con lo que puedes ir haciendo, prefieren mantenerte en barbecho -o en stand by, si prefieres decirlo en inglés- o porque, aunque parezca mentira, no te conocen lo suficiente o directamente, porque hablas demasiado.

Ser comisario-Km. 0 no es ninguna deshonra ni nada que tenga que ver con ser mejor o peor comisario. Ser comisario-Km. 0 significa que, siendo coherente contigo mismo y la gente que te rodea sigues optando por hacer lo que puedes para ir comisariando no muy lejos de tu casa. Y jamás por mucho tiempo. Ser comisario-Km. 0 significa que no te importa no comisariar muchas exposiciones. Ser comisario-Km. 0 no significa estar amargado, resignado, ser un fracasado o un desgraciado. Ser comisario-Km. 0 significa que puedes ser muy feliz haciendo lo que puedes, cuando puedes y, sobre todo, con quien puedes. Y esto no lo puede decir cualquiera.  Ser comisario Km.0 significa que, además de tu trabajo, valoras otras cosas en la vida y aunque sabes que, difícilmente, dejarás de ser un comisario Km. 0 también sabes que tu labor consiste en resistir, porque en esto te va tu vida.

Ser comisario Km. 0 está muy bien cuando puedes ejerces como tal.

Cuando no puedes hacerlo, da igual lo que seas.

(p.d.: agradezco la lectura y comentarios de Eva Muñoz)

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Sobre el comisario, el comisariado y demás derivas curatoriales. (2)

Tal como apuntamos en nuestro texto introductorio-contextual, publicado hace unos días en esta misma plataforma bloguera, lo que viene a continuación, en dos entregas sucesivas, es una aproximación a distintas tipologías de comisario desde un punto de vista sumamente personal enriquecida por la aportación de quien, desde las páginas de su ensayo Curacionismo. Como la curadoría se apoderó del mundo del arte (y de todo lo demás), vierte su autor, David Balzer, en relación al tema que nos ocupa.

Si algunas de las argumentaciones esgrimidas para esbozar los distintos tipos de comisario que abordaremos -a saber: el comisario-director de institución, el comisario-filósofo, el comisario-joven, el comisario-artista, el comisario-diletante y el comisario a secas- pueden ser perfectamente aplicables a tipologías distintas de las del apartado en que se inscriben, ello es debido a la dificultad de acotar esta profesión en base a estándares profesionales unidireccionales, monolíticos, inalterables y fijos. La disparidad de personalidades que acceden a esta profesión sumado al modo en que se ejerce de acuerdo a las circunstancias profesionales, económicas, vitales y propias de cada uno, hace imposible definir con certeza qué es un comisario, qué hace exactamente, cuál es su futuro en el circuito del arte o, en definitiva, qué va a ser de su vida.

Más que delimitar el campo por el que se escurre la anguila curatorial, lo que pretende esta respetuosa serie de tipologías comisariales es aportar un poco de luz -y también de humor- a lo que, según se mire, es un verdadero melodrama en la escena de las artes visuales. ¡Con todas las de la ley!.

Comisario-director de institución

Cuando el comisario de una exposición es, además, quien dirige el museo, centro de arte o fundación donde se realiza, son escasas las voces que cuestionan la enjundia de su propuesta. Independientemente de que sea una gran persona, un zafio, un buen profesional o un ser despreciable, que su labor sea brillante o infausta, su trato amable o despreciable, su discurso interesante o vacuo o que su verdadera vocación sea la de alpinista o barrendero, nadie discutirá con el comisario-director porque la institución que dirige sigue siendo una de las plazas donde se consolida la trayectoria de un artista.

Tanto si se trata de un artista mayor como de un artista joven, el paso de una obra por las paredes o salas de una institución artística más o menos prestigiosa significa que el «discurso» que la sostiene ha dado en la diana de los gustos del comisario-director. Justo en la diana que debía dar. Lo cual no quiere decir que la obra sea buena o mala, motor de pensamiento o de impasibilidad o, simplemente, que el artista se lo merezca. Significa que la estrategia diseñada por el director de la institución y los motivos que le han llevado a contar con dicha obra son tan necesarios para la consecución de sus propósitos como fruto de un misterio que no siempre es fácil desvelar. En función de la estrategia diseñada por un director en lo que se conoce como “su programa”, el artista cuya obra ha sido llamada a formar parte del mismo se beneficiará de un punto más en la solidez que necesita para considerársele un creador interesante, ejemplar, modelo, imprescindible y top. Es decir, lo más.

Si un artista, ya mayor, no consigue dar en la diana que le garantice un hueco en la programación de un museo, se entiende que su obra quizá no es tan buena o que (sólo) está a la altura de sus propias ambiciones, no de las del director del centro. Por otro lado, si un artista, pasada la edad-de-la-emergencia, no consigue que su obra sea vista en una institución de prestigio, se entiende que es debido a que todavía está en ciernes, es poco interesante, no se adscribe a ninguna onda curatorial, quien escribe sobre ella apenas tiene repercusión, es invisible en colecciones públicas y privadas o está a la altura de unas ambiciones tan altas que, a menos que (el artista) se modere, no va a tener demasiadas oportunidades. En razón de la importancia que tiene una institución y de los beneficios que puede reportar a la trayectoria de un artista, su galería, sus coleccionistas, la cohorte de comisarios y críticos que le siguen, etc., el hecho de que el comisario de la muestra sea el propio director del espacio consolida, todavía más, la apuesta de la institución en favor de este artista. Y es que, además de exponer en un sancta sanctorum del arte contemporáneo (occidental), lo hace de la mano del cardenal de la diócesis.

El proceso de realización de una exposición, en cualquiera de sus modalidades, no es un camino de rosas. Y es que, si en los momentos iniciales, apenas hay rastro de mal rollo, es durante el proceso que no tarda en aparecer lo que se conoce como problema o, mejor dicho, EL PROBLEMA. Se derive de cuestiones económicas, conceptuales, estratégicas, sociales, profesionales, de derechos, de propiedad intelectual, de amistad, textuales, de reproducción o de lo que sea, la llegada del problema entorpece el buen entendimiento que siempre es deseable para el desarrollo de la exposición. Algunas veces -no siempre- hasta el punto de acabar con ella. Pero esto ya es otra historia.

Como buen conocedor de este peligro y de la conveniencia de mantenerse al margen de cualquier conflicto, el comisario-director del museo procura, desde el inicio del proceso de producción, que esté presente en cada reunión con el artista la persona encargada de coordinar la exposición, la que hará de filtro cuando las cosas se tuerzan y estará dispuesta a hacer todo lo posible -y lo imposible- para que la exposición salga bien y de acuerdo a los pactos establecidos entre el comisario-director y el artista. Es decir, entre la institución y el artista. La fantástica persona que siempre está y que a menudo es vista como un hada madrina, suele ser una mujer. Pero esto ya es otra historia.

Una vez se inaugura la exposición todo el mundo suele estar la mar de contento: el comisario-director por añadir otro punto en la escala de valor tanto de la obra del artista como de su prestigio, de la institución que dirige o de su propio poderío en el sistema del arte nacional e internacional (esto depende del nombre del artista, no tanto del suyo); el artista por poder demostrar con ejemplos fehacientes lo imprescindible y necesaria que es su obra, su arte y, en general, su existencia; la coordinadora de la exposición por haber sabido sobrellevar el significado de estar en medio de un fuego cruzado; y el público asistente por el hecho de ver la exposición de un artista tan interesante que hasta el museo le hace una exposición. Son tan pocas las voces críticas que cuestionan la muestra que, cuando las hay, su volumen queda ensordecido por la estruendosa promoción que pone en marcha la institución. Pinchan tanto las voces críticas como lo hace un alfiler en el talón de un elefante. Cuando la exposición finalmente ve la luz, nada de lo que hay detrás tiene importancia. Sólo importa lo que se ve. Los trapos sucios, si los hay, desaparecen automáticamente por el efecto blanqueador de la exposición una vez inaugurada.

El comisario que, además, dirige el museo donde se muestran sus exposiciones es un ser respetable mientras mantiene el poder que le otorga la institución. Tan pronto como la institución decide prescindir de sus servicios -no renovándole el contrato o invitándole a dimitir- o el comisario-director decide apearse del barco -para seguir su propio rumbo por otro tipo de derroteros-, éste se convierte en un ser mortal, es decir, en un comisario a secas y, en consecuencia, en carroña fresca para hienas hambrientas. El resto, ya se lo pueden imaginar. Para evitar caer en el olvido y no tirar en saco roto el recuerdo de sus días de gloria en el seno de una institución con-cosas-que-decir, existe una asociación de directores de museo que garantiza y reconoce sus méritos en virtud de la dirección que ejercieron. De poco o nada importa que hayan dejado de dirigir. Lo que importa es que lo hicieron.

Comisariar una exposición teniendo en la mano el mango de la sartén es algo que no todos lo llevan igual de bien ni por lo que todos pueden pasar. Se necesita ser de una madera especial, saber qué significa ser curador institucional, entender el museo como una máquina pero también como un templo para las máquinas, ser capaz de infundir valor a tus propuestas, tener tragaderas hasta decir basta, no padecer prejuicios morales, gestionar la ética adecuadamente y estar disponible para atender a quien te promocionó -los patronatos, el mundo empresarial, un cierto coleccionismo, etc.- como candidato al Olimpo del arte. Todo el tiempo. Personalmente, que el director de una institución comisaríe exposiciones en el espacio que dirige me parece comprensible si sólo lo hace de vez en cuando. En la medida en que informa al respetable acerca de lo que piensa a través del ejemplo de una exposición, no sólo lo creo necesario sino imprescindible. Lo que ya no parece tan razonable es que por ahorrarse unos dineros apelando a la precariedad, impedir que alguien le pueda hacer sombra o querer seguir engordando un ego que ya no cabe en el recinto, sea él el encargado de comisariarlas casi todas. Una cosa es dirigir y otra muy distinta es comisariar. Y según entiendo lo que debería ser el comisariado, creo que es el trabajo en libertad lo que mejor saca a relucir las interioridades del arte, los recovecos del pensamiento, la razón de ser de un artista, la necesidad de la creación. En la medida en que los intereses que concurren en el diseño de la programación de un museo son insondables, no creo que esa libertad sea precisamente lo que garantice quien configura esa programación, es decir, el comisario-director.

Para comisariar una exposición es necesario que, en la medida de lo posible, entre el artista y el comisario -del tipo que sea- se dé una relación de tú a tú, no una relación de usted a tú. No se trata de estar por encima del otro ni tampoco por debajo, se trata de estar dispuesto a aprender del otro, a negociar las dificultades, a disfrutar los logros y a entender que en este mundo no somos nada sin el otro. Tampoco nadie.

Comisario-filósofo (o intelectual o profesor respetado o docente, etc.)

Cuando el comisario de una exposición procede del ámbito del pensamiento -uno de los ámbitos de procedencia del ejército de los diletantes comisariales, pero mucho más culto- los proyectos que realiza con frecuencia son ilustraciones de los temas que investiga. De modo que “su exposición”, más que la plataforma desde la que acceder a la obra de un artista o de varios artistas unidos por alguna razón -es decir, lo que se conoce como una exposición colectiva- es como si la tesis de dicho pensador se desprendiera del texto, se tridimensionalizara y nos conminara a acceder a sus cavilaciones desde una perspectiva visual y no tanto textual, es decir, lo que en verdad le es propio. Dicho de otro modo, es como si, gracias a unas gafas 3D, se nos permitiera viajar, como-quien-no-quiere-la-cosa, por los meandros de un pensamiento abstracto o desde el otero de la elaboración de una tesis.

Las exposiciones comisariadas por profesionales pertenecientes al ámbito del pensamiento son interesantes por lo que generan a nivel textual y no tanto por lo que aportan a nivel visual. Por mucho que se esmeren en trabajar codo con codo con los artistas, no se pueden seleccionar obras o aprehender el espacio de exposición con los mismos recursos con que se argumenta las tesis de un ensayo. La sensación que se tiene casi siempre frente a la exposición ideada por un comisario-filósofo es que la cosa se le ido de las manos o, más bien que nunca llegó a sus manos y se sobredimensionó en su cráneo. Tanto para arriba como para abajo. Algo que nos viene a confirmar que hay exposiciones que es mejor que permanezcan en formato libro, o que hay gente muy válida para hacerlas incluso mucho mejor.

Considerado como apéndice de un ensayo y desarrollado casi siempre como un proyecto editorial ajeno al universo de las artes visuales, el catálogo de la exposición orquestada por este tipo de comisarios nos transporta tan lejos de lo que perciben nuestros ojos que, al tiempo que se convierten en textos referenciales, impiden entender la necesidad de su propuesta expositiva.

Si, como antes hemos dicho, no es lo mismo dirigir un museo que comisariar una exposición, tampoco es lo mismo pensar que comisariar. El hecho de que, a nivel conceptual, se haya adquirido un cierto prestigio y que por esta misma razón el pensador merezca todos los respetos, no debería llevar a suponer que, a nivel comisarial, deba brillar con la misma intensidad. Para el comisario-filósofo, hacer una exposición vendría a ser como un divertimento capaz de proporcionarle el descanso que necesita en sus tareas reflexivas. Un kit-kat, una fruslería. Y como tal se toma esa tarea. Por esa suerte de proximidad comunicativa tan propia de las tareas comisariales, al pensador le va muy bien distanciarse del mundo de las ideas y tocar tierra a partir de realidades de corte más pragmático.

Por bien que en el desarrollo de un “comisariado conceptual» la torpeza más pragmática pueda hacer acto de presencia, el comisario-filósofo tiene muy claras algunas cosas:

– que la persona que, por parte de la institución, se le ha asignado para trabajar junto a él está suficientemente capacitada como para resolver todo tipo de cuestiones técnicas y mundanas, aquellas que él no controla porque no pertenece a este mundo
– que tras su aventura comisarial regresará de nuevo al hábitat natural de su pensamiento convencido de que este episodio puntual jamás hará sombra a la abstracción de sus ideas
– que si ha sido invitado por la dirección de un museo es por la contundencia, actualidad y pertinencia de su pensamiento y que, con independencia de lo que acabe haciendo, tanto él como la dirección estarán encantados. Bueno, él un poco más porque, además, le habrán pagado por lo que mejor sabe hacer: pensar.

No son pocos los artistas cuya práctica gana activos -a veces muchísimos- con la contribución de un comisario-filósofo al contenido de su obra. Como si se tratara de un ejercicio de parasitación mutua, tanto el comisario como el artista suelen estar la mar de contentos al brindárseles la posibilidad de vivir conjuntamente una experiencia expositiva que a veces entienden en términos de aventura. Aunque para el artista no signifique la exposición de su vida -o sí, ¡quien lo sabe!- ni para el comisario-filósofo un proyecto tan brillante como su último ensayo -o sí, ¡quien lo sabe!– tanto el uno como el otro obtendrán beneficios en este negocio: el artista, en la medida en que su obra se rodeará de un halo reflexivo hasta aquel momento insospechado y el comisario-filósofo en la medida en que, contando con la colaboración de un artista conocido o la complicidad de un artista mediocre -por lo general, amigo suyo-, habrá conseguido ilustrar sus tesis con imágenes de curso legal en el universo del arte, para él, un hermano menor.

Comisario-joven

Cuando un comisario de exposiciones es joven y empieza a introducirse en el universo del comisariado lo vive todo con tanta pasión como cualquiera de su generación al introducirse en el ámbito profesional que desea. Se trata de una época en la vida de cada uno en la que parece que se ha nacido para una sola cosa: comerse el mundo. Sin pan ni agua ni vino ni Coca-Cola. Se trata de una sensación que no tarda en amainar a medida que se avanza hacia el camino de la madurez, y es mejor que sea así porque, de lo contrario, es el mundo quien se come a uno.

Como cualquier persona que asoma la cabeza en lo que podría ser su futura profesión, el joven comisario tiende a ignorar el pasado hasta el punto de que, antes de él, parece que apenas nada hubiera existido: ni el comisario, ni el comisariado, ni los artistas, ni, por supuesto, la vida en general. El modo en que un joven (comisario o no) vive desenfrenadamente todo lo que hace suele pasar por no entender que, anteriormente a él, también hubo quien se consideró la viva imagen de un tsunami. Es lo que hace que durante la juventud comisarial los temas que se desarrollan cada vez que se puede -es decir, como trabajo de fin de grado, en una sala de arte joven, en un concurso de comisariado emergente, en un espacio auto gestionado, en el patio de una casa, etc.- casi siempre sean los mismos. Es decir, temas vinculados a los aires del tiempo que vive o le toca sufrir -según sea, el comisario, un moderno o un romántico empedernido-, a las últimas tendencias en el mercado del arte, a lo más transgresor a nivel social, económico, de género o “estético”, a lo más novedoso desde el punto de vista formal o conceptual, a lo más recurrente de todos los tiempos, a lo más inmediato a su propia vida, sus gentes, sus amigos y sus seres queridos, a nada en particular -como actitud tipo punk- y con un nivel de reflexión tan peculiar como dotada de aquella falta de experiencia que hace que lo que hace, comisarialmente hablando, no se le tome demasiado en cuenta. Y es que tanto si interesa como si no, lo que siempre aporta un comisario joven a la sociedad -como un artista joven, como cualquier joven- son las dosis justas de frescor e ingenuidad que se requieren para que la vida en general no sea tan triste, burocratizada, gris, vetusta, caduca y casi muerta.

El comisario joven, a la hora de concebir sus proyectos curatoriales, suele trabajar con artistas que le son afines, artistas jóvenes que, como él, lo viven todo como si no existiera un mañana. Las veces que trabaja con artistas un poco más establecidos son puntuales y a menudo consecuencia de la intermediación de un contacto-puente. La falta de experiencia del comisario joven y su ambición desbocada, inocente y pretenciosa -algo tan normal como saludable en esta edad- hace que los artistas con un poco más de trayectoria prefieran trabajar en proyectos con más enjundia y no tanto de corte experimental. Si aceptan participar en una exposición comisariada por un joven suele ser con obra realizada o perteneciente a su galería o colección pública o privada. Y en muchos de estos casos el comisario ni habla con el artista.

Como imanes que se atraen, quienes pertenecen a una misma generación se entienden tan a la perfección que a veces no hace falta ni que se digan una sola palabra. El grado de compenetración que existe entre un comisario joven y un artista joven es de tal magnitud que a la que aparece un problema – es decir, EL PROBLEMA- nunca es responsabilidad de ninguno de los dos sino, ¡cómo no!, de la institución que acoge la propuesta artística, nunca exposición, ya que suelen tener muchas reservas a la hora de llamar a las cosas -lo que hacen- por su nombre.

Trabajar curatorialmente con formatos no convencionales es tan estimulante y difícil como también muy propio de la juventud. Ahora bien, si como apunta David Balzer -citando el programa de estudios curatoriales del Bard College de NYC y que yo subscribo- lo que hace interesante una muestra no es tanto el nivel de experimentación con la forma y la estructura sino con las maneras de compartir el contenido de una obra de arte mediante la creación de un marco adecuado para cada contenido, estaría bien que, desde el inicio de cualquier propuesta, el comisario joven tuviera claro que la forma se debe al contenido y no al revés. De este modo evitaría inventar lo que, en lugar de iluminar el arte, embarra el camino por el que avanza lentamente.

Al poder compartir con artistas de una misma generación -en especial, cuando se es joven- los problemas que aparecen en torno a una exposición, es muy probable que el artista siempre se ponga del lado del comisario. Y es que al existir entre ambos un grado tal de comprensión, camaradería, buen rollo y hasta incluso amistad, el nivel de solidaridad que existe entre ambos suele alcanzar unos límites insospechados. Casi irracionales.

Aunque el comisario joven no sea muy consciente, cuando alguien -principalmente una institución- confía en él para la realización de una exposición no es porque le haga la exposición del siglo -que puede pasar- sino para que, haga lo que haga, aporte la dosis de renovación que se necesita para que el sistema del arte siga en vida y ajeno a la muerte anunciada sin sosiego por la cansina madurez de quienes están de vuelta de todo. Es decir, los adultos. En esta misma línea se podría decir que, aunque el artista joven casi nunca es consciente de ello, cuando alguien se fija en él no es tanto porque crea que su obra cambiará el mundo sino por intuir que, detrás de ella, late la personalidad de una mirada singular dispuesta a observar, digerir y hablar del mundo desde una perspectiva clara, honesta, coherente, sincera, sin prisas pero tampoco sin pausas.

Cuando un comisario joven aterriza en el circuito del arte contemporáneo en compañía de artistas de su generación -es decir, haciendo piña o en modo grupo de fans- no se le ve tanto como comisario sino más bien como amigo. Y como tal, se le permite y perdona casi todo. Aunque la irrupción de un comisario en la vida profesional de un artista acontece principalmente de forma circunstancial, no es la profesión lo que les acerca sino el hecho de que, entre ambos, se comparten las mismas dudas, consideraciones, cavilaciones o certezas. En especial, en relación al mundo hacia el que (ambos) dirigen sus carreras. Se trata de un mundo del que, desconociéndolo casi todo, es el objetivo sobre el que construyen sus más altas ambiciones. Saben que si no les pasa durante su juventud, difícilmente se les brindará una segunda posibilidad. De modo que empezar a transitar por el vía crucis del arte acompañado de tus colegas, siempre es mucho más llevadero que hacerlo solo y/o desde los márgenes.

 

(p.d.: agradezco la lectura y comentarios de Eva Muñoz)

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